Ya hemos abordado en esta columna el espinoso aunque fascinante tema del destino final de nuestros quizá no-tan-queridos difuntos. El fascista abajofirmante se mostró firmemente en contra del horneado ritual de cadáveres y, sin embargo, no querría que pensasen de mí que soy alguna especie de ogro huraño y aburrido que sólo está contento cuando ve cajones de pino y cementerios bien alineados. Nada de eso. Es más, yo siempre me he mostrado más que abierto a la posibilidad de recuperar ciertas formas clásicas de sepultura, mucho más originales que el típico enterramiento y, ciertamente, infinitamente más dignas y respetuosas que el chamuscamiento de nuestros venerables antepasados, como si fuesen neumáticos viejos.
El abanico de posibilidades es inmenso, ya que existen toda clase de ideas más o menos locas acerca de la muerte y el Más Allá: las posibilidades son infinitas para el error, mientras que la verdad es sólo una. El enterramiento en fosa común, también llamado «lasaña de cal y presos políticos» o «milhojas genocida» hizo furor en las décadas de los 30 y 40 del siglo pasado (y, lamentablemente, sigue teniendo un razonable éxito en ciertas partes del globo); épocas más lejanas conocieron la sepultura en estómago de león, un clásico de la época romana (como también, por cierto, la incineración…); civilizaciones mundialmente conocidas por sus impagables contribuciones al Progreso y al Buen Rollo Internacional, como la azteca, practicaron celosamente una variante de la antedicha sepultura: en estómago de sacerdote, en lugar de león. Me dirán que todos estos ejemplos no valen, que son de muertes violentas… Escojamos otros, pues. Pero la idea de contribuir, incluso después de la muerte a perpetuar el «ciclo de la vida» me parece bastante buena, muy ecológica y que, seguro, recabaría los parabienes de la Profetisa Greta.
Aunque yo reconozco que lo de dar nuestros cuerpos a la podredumbre y acabar convertidos en merendola de larvas y gusanos no tiene mucho glamour… Cuando la repugnancia a los simpáticos anélidos es insuperable, caben ciertamente otras opciones. Si, por ejemplo, como en el caso ya citado de la difunta Sra. House, el recurso a la cremación obedece a un siniestro intento de ocultar pruebas, puede sustituirse el procedimiento por el viejo recurso de arrojar el cadáver a una hambrienta piara de cerdos, cuya voracidad es bien conocida; se dice, en efecto, que son capaces de no dejar huella ni de los huesos. No lo he probado personalmente, pero es una idea como para no descartar de plano. Por otra parte, si, queriendo o no ocultar pruebas profesan Vds. como yo la fascista creencia del especismo, esto es, que el mundo está ordenado y, además, jerárquicamente, les resultará fácil aceptar que hay categorías y categorías de animales y que no es lo mismo un vil insecto que un ave o que un mamífero. Me parece que eran los antiguos seguidores del bueno de Zaratustra, en Persia, quienes practicaban un simpático tipo de enterramiento «en el cielo» o «en las nubes», consistente en llevar los cadáveres de sus seres queridos a ciertas peñas desoladas frecuentadas por las aves carroñeras, con el fin de alimentar con tan venerables viandas a los dignos y nobles buitres. Luego sólo hay que recoger los huesos mondos y lirondos, con los que uno puede hacerse un collar, un buen puñado de plegaderas, una nutritiva sopa… O puede uno, simplemente, enterrarlos. Claro que este sistema tiene una gran desventaja, que es la posibilidad de tener que cargar peñas arriba con la tía Robertina, la gorda…
Si, por el contrario, la obcecación del difunto o, mejor dicho, del futuro difunto, por la cremación es también insuperable, también hay alternativas al horno crematorio de eficacia industrial garantizada. Además, yo les confieso que los columbarios me parecen extremadamente siniestros: son como enormes especieros que, en lugar de botes de ajedrea, azafrán y pimentón, contienen ancianos requemados. Y digo columbario en el mejor de los casos, claro, porque cada vez se ve más que familias supuestamente cristianas, además de consentir en cremar a sus venerables antepasados, lejos de enterrarlos en sagrado los esparcen por entre algún jaral, como si se tratara, de nuevo la metáfora condimental, de esparcir pimentón sobre las patatas revolconas; y, así, la abuela Segismunda, en lugar de pasar a la otra vida convertida en un habitante más de esas necrópolis con ínfulas de mercado turco que son nuestros modernos cementerios, se convierte en el alfombrado que pisotean y escarban los jabalíes. Y digo que escarban y pisotean en el mejor de los casos…
Un clásico del mundo asiático es la famosa pira funeraria a orillas del Ganges: tienen el tamaño de una falla valenciana (aquí podría haber una idea, también…), lucen mucho y las cenizas (de muerto y leños, todo en buena mixtura) pueden luego barrerse cómodamente hasta el agua y dejar que se las lleve el río. Claro que esto quizá no sea lo más ecológico del mundo y, sobre todo, es probable que hubiese quejas de las feministas, por la quema añadida de cónyuges supérstites, como la infeliz princesa Aouda de La vuelta al mundo en 80 días.
Aún hay otra sugerencia, mucho más sugerente, valga la redundancia. Tan pagana como las demás pero con un toque épico; medieval, para los carcas y heavymetalero para los menos carcas: el entierro vikingo. Ya saben: guerrero revestido de todas sus armas colocado sobre un drakar que se echa al agua con su vela izada y, cuando se halla a una prudente distancia de la costa, se disparan flechas incendiarias que dan con navío y guerrero en el fondo de la mar, matarile, rile…
La última aparición en la gran pantalla de que yo tengo constancia de esta práctica, es en la ya mencionada Nuestro último verano en Escocia. La película es difícilmente descriptible, porque rezuma, pese a sus muchos puntos positivos, de espíritu posmoderno, a saber: todos los personajes están transidos de la firme creencia de que deben evitar, con todas sus fuerzas, ser felices. Por cierto que esta auto prohibición de la felicidad, combinada con una búsqueda desenfrenada de cualquier placer, con visos de adicción a una droga dura, explica buena parte de nuestra modernidad ambiente. Pero me desvío del tema. En el filme, los tres nietos de Gordie McLeod deben enfrentarse solos al inesperado deceso de su abuelo en plena playa, sabiendo que «los mayores» de la familia, que están todos más o menos completamente pirados, no serán capaces de llegar a un acuerdo razonable sobre qué hacer con él. En particular, como señala el mediano, seguro que no cumplirán la última voluntad del abuelo de ser sepultado a la manera vikinga (N.B. Tengan cuidado con las bromas que hacen delante de los niños). Terminan, por tanto, adoptando la bienintencionada aunque mal comprendida resolución de improvisar un drakar con unos cuantos maderos y bidones vacíos sobre el que colocan al abuelo, para después acercar el todo a la orilla con la ayuda del Land Rover del difunto (que no arde, pero queda más o menos enterrado en la arena).
Miren, yo tengo muy claro lo que quiero que hagan conmigo cuando doble la servilleta y no es el entierro a la vikinga. Pero me parece muchísimo más decente y digno de ser contado a nuestros descendientes que la incineración. Habría que hacer presión para que el Congreso de los Diputados reconociese nuestro derecho a ser inhumados en una modesta nave con cabeza de sierpe, botada desde alguna blanca caleta mediterránea… Hasta Serrat cantó aquello de: «Si un día para mi mal/ viene a buscarme la Parca/ empujad al mar mi barca/ con un levante otoñal…».
Ya se sabe que los buitres de las pompas fúnebres (que no son los mismos que los de las peñas persas, ojo) vienen pisando la sombra de los médicos que certifican las defunciones en los hospitales; ―según mi experiencia, no tardan más de 2 minutos y 30 segundos en llegar una vez se ha marchado el doctor―. Yo fantaseo con un regocijante futuro en el que veamos escenas de sana competencia empresarial, cuando vengan a llevarse a nuestros muertos, entre los representantes de Pompas Fúnebres Griselda y Necrofastos Wotan, del siguiente tenor:
« ― ¿Urna de acero o de bronce?―dirá el uno.
―¡Quite, quite! –se apresurará a responder el otro― ¿Drakar o Land Rover?»
G. García Vao