Tómate tu tiempo (II): Paseos a la Fuente de los Geólogos

Madrid y al fondo la sierra de Guadarrama. El Español

La película de Pixar Cars reproduce un viejo esquema de las películas infantiles, resumible en la historia de un niñato imbécil al que diversos avatares de fortuna acaban volviendo notablemente menos imbécil al final de la historia; es el mismo argumento, reducido a su mínima expresión, de El emperador y sus locuras, Toy Story, Hermano Oso y otras. Mas, puesto que hacer que los niñatos maduren y hacer ver a la gente que es imbécil son dos ejemplos extraordinariamente graves de comportamiento facha, los últimos largometrajes de Disney y Pixar optan por mostrar que el niñato imbécil en realidad es perfectamente normal y virtuoso y quienes son largamente censurables son sus padres; así, la venenosa Brave. Pero Cars pertenece aún a una época en la que Disney aún no pretendía subvertir, al menos, los últimos resortes de la sociedad natural y, como digo, podemos observar en la película una evolución positiva del personaje principal: un coche de carreras que acaba perdido en un pueblecito más perdido aún de los Estados Unidos, olvidado de todos a causa de la construcción de un ramal de autopista que circunvala el villorrio para ganar algunos minutos de viaje.

La vida del hombre en la tierra es muy corta; cortísima, sobre todo si la comparamos con la Eternidad. Pero no es razonable tratar de arañarle a la Parca unos minutos robándoselos a la duración de un viaje. Lejos de mí embarcarme en ridículos ejercicios de pseudopoesía New Age, aburriéndoles con tontunas del calibre «lo importante del viaje es el camino, no el destino». Como soy y siempre he sido un firme partidario del principio de finalidad, yo no me llevo a engaño y defiendo firmemente que la perfección de una cosa consiste en su acabamiento: ninguna persona normal se propone viajar a Villaburros de Abajo, pero considera colmadas sus aspiraciones viajeras a mitad de camino por el mero hecho de haber viajado. Una cosa es disfrutar del viaje y otra muy distinta sublimar el trayecto y olvidarse de llegar. Esto no obstante, me sumo de buen grado a quienes consideran que las llegadas se disfrutan tanto más cuanto mayor ha sido el esfuerzo invertido en el recorrido. Si mi memoria no me falla, la mejor formulación de esta idea la leí en El silencio de Dios, de D. Rafael Gambra QSGH quien, a su vez, se inspiraba en ciertos textos de Antoine de Saint-Exupéry. Su ejemplo era el enorme desnivel psicológico y, casi me atrevería a decir que moral, existente entre subir a una montaña en un confortable teleférico y conquistar una montaña, subiéndola a pie, con el esfuerzo, la fatiga y el «disfrute» del recorrido que ello implica. La misma idea está presente en la citada película, que nos muestra cómo la modernísima autopista recién construida atraviesa en línea recta lomas y quebradas, evitando así a los viajeros la incomodidad de una preciosa carretera de montaña que atraviesa bosques, pasa por delante de torrentes y acantilados y trepa a lo alto de bellísimas escarpaduras desde donde se dominan magníficos paisajes.

A mí no me gusta conducir. Pero, a diferencia de otros asuntos en los que estoy dispuesto a pontificar descaradamente convirtiendo mis propios gustos y manías en ley moral obligatoria, en la cuestión de la conducción me considero bastante tolerante y puedo llegar a comprender muy bien que alguien pueda disfrutar a los mandos de un automóvil. Y, por otra parte, aunque no me guste conducir, me agrada mucho ser conducido y reconozco de buen grado las innumerables ventajas del coche privado. Tanto más cuanto que la dictadura ecológica a plazos en la que vivimos le tiene declarada una guerra feroz; y a mí me encanta llevarle la contraria a las dictaduras. Sin embargo, procedo de una familia de forofos del volante; recuerdo, en particular, a mi abuelo (el de los Polvos de Azol), quien adquirió uno de los primeros Plymouth Volare con ranchera que circularon en este país, vehículo muy conveniente para transportar a su numerosa familia (también procedo de una familia, en este caso, por ambas ramas, de delincuentes ecológicos que tienen muchos hijos).

Mi abuelo era un gran experto en perder el tiempo y su habilidad alcanzaba cotas sublimes al volante. La familia residía en Madrid capital, pero tenían una casa cerca de la sierra, donde pasar largos veranos y cortos fines de semana, lejos del bullicio, las prisas y el agobio de la gran ciudad. Los veranos en Madrid, incluso en la sierra, pueden llegar a ser bastante calurosos. Y secos; como casi todo el resto del año. La casita familiar no tenía piscina, ni ninguna de esas comodidades burguesas que a todos nos encanta criticar y censurar porque no nos las podemos permitir. Pero estaba, digo, cerca de la sierra; relativamente cerca del Puerto de Navacerrada. Avatares diversos de mi existencia que no ha lugar contarles, me han llevado a vivir mucho más cerca de montañas aún más altas que las cumbres del Sistema Central; pero a pesar de haberme criado en Madrid, a media hora en coche de las primeras estaciones de esquí, trepar a Navacerrada, ver la nieve y contemplar la meseta extendiéndose a mis pies siempre me pareció algo un poco de otro mundo. Y, sin embargo, vivir al pie de las enormes montañas que ahora me circundan no me produce la misma sensación. La sierra de Madrid está lo suficientemente cerca como para que se pueda ver desde la capital, recortándose en el horizonte, aderezadas sus crestas con el glaseado invernal de las montañas a medio nevar que les da un aire de mantecado muy apetecible. Y también lo suficientemente lejos como para que se requiera un pequeño esfuerzo viajero para llegar, que le permite a uno trazar una imaginaria frontera entre «el llano» y «la montaña». Frontera imaginaria que, les aseguro, no existe en las auténticas regiones de montaña, pues entre valles y cumbres no hay verdadera solución de continuidad.

Por eso, en las calurosas tardes de verano, en aquellas primeras estribaciones de la Sierra de Guadarrama donde mi familia se cobijaba de las inconveniencias de la villa y ex Corte, no era extraño escuchar a mi abuelo decir: «Tengo sed, ¿vamos a beber a la Fuente de los Geólogos?». Nunca le faltaba compañía.

La Fuente de los Geólogos es un monumento carente del más mínimo interés, que se halla en un apartadero de la carretera que sube al Puerto de Navacerrada, entre altos pinares y con unas vistas agradables, aunque no excepcionales, del valle. La Fuente no da un agua maravillosa y, de hecho, en mis últimas visitas, no daba agua en absoluto. Subir a la Fuente de los Geólogos desde casa suponía una buena media hora de viaje en coche; claro que, a mi abuelo le encantaba conducir.

Semejantes ejercicios de conducción innecesaria, de paseos sin rumbo fijo, de rodeos y de desvíos no me han convertido, precisamente, en un piloto de carreras, como el protagonista de Cars (que no es tanto piloto cuanto coche de carreras, pero tanto da). Sí me enseñaron que algunas de las cosas más interesantes que se pueden hacer en esta vida serán consideradas, generalmente, como una pérdida de tiempo.

Hoy en día la gente se divierte viajando, a menudo a los lugares más inverosímiles, lo más rápida y eficientemente posible; también se divierten haciendo deporte, saliendo a correr, a la montaña… Y cada vez a menos gente le gusta, simplemente, pasear: entretenimiento propio de viejos, de frailes y de discípulos de Aristóteles. Deambulando, a pie o en coche, para ir a ver cualquier cosa, ya sea una fuente decrépita o una piedra de formas peculiares (en los alrededores de Madrid hay muchas y todas son bastante intrascendentes), uno pierde el tiempo maravillosamente. Les invito a probarlo.

G. García-Vao