Las niñas ya no quieren ser princesas (y II)

la vida auténticamente femenina, cura todos los feminismos

La Reina Isabel la Católica. Detalle del cuadro «La Virgen de la mosca»

A Isabel Álvarez Risco

La reacción más sana, natural y normal (es decir, estadísticamente frecuente) cuando una niña normal, natural y sana ve, pongamos por ejemplo, La Bella Durmiente de Disney y Brave de Pixar, es que considere, más allá de si ambos personajes femeninos le resultan moralmente interesantes como objeto de emulación, que ambas películas, de hecho, no están hablando de las mismas cosas. La princesa Mérida de Brave, no es una princesa de verdad, y cualquier niña normal lo sabe. Como los Reyes Magos de Manuela Carmena, que ni eran reyes ni eran magos y la cosa era tan flagrante que incluso Cayetana Álvarez de Toledo se dio cuenta.

Las princesas de los modernos filmes, dejando aparte algunos ejemplos cursis y melindrosos que nada tienen que ver con las princesas de verdad (y que no nos gustan ni al feminismo ni a nosotros), las princesas, en fin, sociales y democráticas son, como Mérida, perfectamente independientes; perfectamente emancipadas de cualquier género de autoridad o jerarquía, familiar o social y perfectamente al abrigo de cualquier código moral o de urbanidad impuesto por alguien o algo que no sea su santa voluntad.

El problema es que, de hecho, cualquier niño normal, antes de que el sistema antieducativo haya hecho su incalificable labor, se siente naturalmente atraído hacia los códigos de disciplina, las jerarquías y las autoridades. Aunque sólo sea por el sencillo expediente de que a cualquier niño normal le gusta saltarse las reglas, cosa que resulta de todo punto imposible cuando no hay reglas que saltarse. Pero es que, además, a los niños, consecuencia también del pecado original que también los niños poseen, les encanta ejercer el poder y el control, ya sea en el juego o en la realidad. Prueba, también bastante elocuente, de que poseen un agudo sentido de la autoridad y de la jerarquía.

Dicho en otras palabras, y desde el punto de vista positivo, a los niños normales les gusta tener un padre y una madre que sean un padre y una madre. Progenitores en los que poder confiar ciegamente y a los que acudir a llorar o a buscar refugio, porque se les considera grandes, fuertes, poderosos y capaces de defenderles contra los males que les aquejan. Y para que existan padres que puedan ejercer de padres, es necesario que existan normas y es necesario que exista una jerarquía, tanto intra- como extrafamiliar. Algo que no tiene carta de naturaleza en las más recientes películas, series y cuentos para niños, en los que el único referente es el propio niño: del teocentrismo al paidocentrismo.

El niño, o la niña, emancipada, independiente y dotado de un autonomismo moral que el bueno de Kant no habría soñado con excogitar ni aun en sus más lúbricos delirios de razón pura, engendra inevitablemente monstruos. Si al cóctel ideológico añadimos una buena dosis de igualdad hombre-mujer, los resultados son un paroxismo salaz al que aún no se le ve el horizonte, por un lado. Y, por otro, una confusión tan inimaginable en las jóvenes cabezas que cada vez más críos consideran justo, necesario y razonable someterse voluntariamente a la castración (física y mental) más descarada para encontrar su propia identidad. Los niños no pueden ser niños, porque han de desmasculinizarse, con lo que sólo les queda ser niñas, en las múltiples exégesis posibles de esa frase; o de ahogar sus sinsabores en alcohol, como ya presagiaba Sabina. Las niñas aún no saben lo que quieren ser, porque lo que dicen que quieren ser se parece sospechosamente a un hombre, pero es evidente que una mujer feminista no puede querer ser un hombre. Pero tienen meridianamente claro que no quieren ser princesas: ni de palacios encantados, ni de ésas modernas, feministas, emancipadas, republicanas y con derechos sociales y reproductivos.

La gran esperanza, que es grande porque deriva, directamente, de la naturaleza de las cosas y porque, en consecuencia, resulta infalible, es que las mujeres seguirán siendo mujeres, a pesar de lo que digan las leyes. No es una esperanza tan grande como quepa imaginar, empero, porque son pocas las que consiguen escapar al lavado de cerebro, pero no hay que desanimarse. Lo repetiremos una vez más: la naturaleza siempre recupera sus derechos.

Conozco ya bastantes niñas que han recibido una educación moderna, avanzada, emancipada y que habrían sido objetivos ideales de la secta fundada por Josefina Aldecoa. En la mayoría de los casos, todas esas niñas acaban, por movimiento contrario, adoptando las modas y las maneras más cursis y melindrosas que imaginarse pueda, desde el instante mismo en que ven, en pantalla o en papel impreso, a la princesa a la que quieren asemejarse.

Porque, por otra parte, del mismo modo que una persona no «quiere casarse», sino que quiere casarse «con Menganita», las niñas no quieren ser «una princesa», sino «ésta princesa en particular». Y todas las niñas, sin excepción, descubrirán tarde o temprano a su ideal femitradi, en forma de doncella coronada o no. Porque la vida auténticamente femenina, cura todos los feminismos.

Conozco, también, un buen número de mujeres felizmente casadas que han pasado de rendir un culto casi idólatra a sus carreras académicas y profesionales, antes de pasar por el altar, a abandonar sin tapujos los honores y las glorias del mundo para dedicarse exclusivamente al cuidar de su prole y a gobernar su casa. También nos vale, como ejemplo, el caso contrario: el sinnúmero de feministas que sacrifican en el altar de la Diosa Madre a sus propios descendientes o, siquiera, la posibilidad de tenerlos, en aras de mantener vivo el Ideal. La mujer moderna, libre y emancipada, también es una mujer muy sola que sueña, como cantaban Mes Aïeux, «con una gran mesa llena de niños». Y no nos terminamos de creer que las niñas quieran ser esa mujer.

La única manera de que al aborto sea universalmente aceptado es que sea universalmente obligatorio, del mismo modo que el uso de anticonceptivos es hoy universalmente defendido porque es universalmente, al menos desde el punto de vista de lo moralmente aceptable en sociedad, estrictamente obligatorio. Los hijos aniquilan los instintos infanticidas de nuestro siglo, que no son sino una terrible enfermedad del alma inoculada por perversos ideólogos en tantas y tantas niñas a las que se asegura, categórica y dogmáticamente, que ellas no quieren ser princesas, sino mujeres libres e insumisas.

Afortunadamente, siempre nos quedarán las princesas de verdad, aunque hagan desaparecer todas las buenas princesas de la ficción. Siempre nos quedará una Princesa de Beira, lo suficientemente mujer para tomar las riendas del Carlismo en defecto de hombre capaz; y lo suficientemente mujer como para ceder esas mismas riendas a D. Carlos VII en cuanto éste estuvo en situación de poder tomarlas. Y siempre nos quedará también Isabel la Católica, acomplejada, sumisa y reducida a las labores más humildes de su hogar por el heteropatriarcado reinante, al punto de reconquistar Segovia en solitario y sin armas de manos de los sublevados; de poner punto y final en 16 años de reinado a ocho siglos de Reconquista; y de pararle los pies a su esposo cuando éste llevó demasiado lejos sus querellas con el rey de Francia, en aras del interés supremo de la Cristiandad. Y lo suficientemente feminista, moderna y emancipada, como para parir y criar a cinco hijos que pusieron duramente a prueba su salud, educarlos ella misma en lugar de confiárselos a modernos centros de enseñanza laica y transversal y para disponer, en su Testamento, que había de enterrársela allí donde reposare su esposo, pues no iban los hombres a separar lo que había unido Dios, ni aun en la tumba.

A las niñas, las escuelas no les dejan ser princesas. Habrá que llevarlas, pues, a la escuela de la Reina católica.

G. García-Vao

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