Nuestra lengua posee una riqueza semántica que es la envidia de todos nuestros vecinos, sobre todo de los franceses. Dejo a un lado el inmenso bagaje de vocablos arquitectónicos, políticos y del mundo de la agricultura que nos viene del árabe (alféizar, alcalde, acequia); la abundante herencia griega; los infrecuentes préstamos del vascuence de uso, sin embargo, corriente (izquierda, pizarra). Hoy querría referirme a la radical diversidad de sentido que puede darse a una palabra por el hecho de cambiar su terminación. Los sufijos, en particular, los diminutivos y aumentativos, tienen en español la rara cualidad de poder modificar completamente el sentido de la raíz: por ejemplo, todos tenemos muchas bombillas en casa, mientras que, salvo en la inminencia de un alzamiento del que no he sido advertido, no creo que ningún correligionario disponga, en estos momentos, de bombas.
Hablando de bombas, ciertos personajes de triste relevancia en nuestra lamentable comedia política, muy duchos en la elaboración y manejo de artefactos explosivos contra las instituciones del Estado se han hecho acreedores, en las últimas semanas, a una atención desmesurada de parte de los dos principales representantes del espectro político. Perdón, qué sintaxis más alambicada: de los dos principales espectros políticos. Ambos, curiosamente, coquetean con la idea de alcanzar la ansiada mayoría absoluta para su investidura como jefe del Gobierno común de todos los españoles con los votos de quienes no quieren tener nada en común con el resto de españoles. Y, además, como comentábamos la semana pasada, ahora pueden expresarse en sus lenguas regionales en el Congreso.
La campaña de blanqueamiento de ETA y sus instituciones (Bildu, el Parlamento Vasco, buena parte del clero diocesano de Bilbao y de Vitoria…) comenzó ya hace bastante tiempo, pero alcanzó una tensión dramática anunciadora de un importante cambio de ciclo en las relaciones entre el Gobierno central y los terroristas (o entre los terroristas centrales[1] y los periféricos) con ciertas declaraciones de cierto vicepresidente —ha habido tantos últimamente que ya hemos olvidado cuál— sobre el inefable Arnaldo Otegui, Chambelán Mayor de todos los asesinos del Reino, calificándole de «verdadero demócrata». El escándalo fue mayúsculo; la furia de las señoras bien del Barrio de Salamanca y de la feligresía de Torreciudad (y de la calle Génova), digna de los mejores años de Zapatero. Y, sin embargo, el ínclito y hoy defenestrado vicepresidente tenía toda la razón: Otegui es todo un demócrata.
Porque hay palabras en nuestra lengua española que, como decíamos, se prestan a interesantísimos cambios semánticos con la adecuada adición de esta o aquella partícula. Las hay que no y la ornamentación con una sucesión potencialmente ininterrumpida de sufijos no tiene más alcance que el puramente estético, como el ramilletillo aquel de la canción, que debía de ser verdaderamente diminuto.
Mucha gente, tal vez incluso los vicepresidentes del Gobierno y los Chambelanes Abertzales, tiene amigos. Un amigo es una persona lo suficientemente incauta como para prestar oídos a nuestras pequeñas tragedias cotidianas con cierta presencia de ánimo, con la que se tienen —o no— ciertas afinidades personales o ideológicas y que, según una expresión tan cursi como idiota, es «la familia que uno elige». Que es cursi es evidente. Es idiota porque los amigos tampoco se eligen: se puede elegir dejar de cultivar una determinada amistad, pero la gente con la que uno acaba entablando relaciones amistosas no la busca uno en un catálogo ni la escoge en función de sus apellidos o rango social en las Páginas Amarillas. A menudo su irrupción en nuestra existencia es tan providencial o fatal como la de la propia familia y los deberes que nos imponen no son menos graves que los beneficios que retiramos de la puesta en común de nuestras vidas. Decía que, incluso, las ratas etarras pueden tener amigos, aunque, siendo rigurosamente aristotélicos, es imposible fundar una verdadera amistad en algo que no sea la búsqueda en común de la virtud y de la beatitud, así que es poco probable…
Pero la lengua española que, paradójicamente (o, no tanto), hablan incluso los vicepresidentes y los etarras, nos permite, por la simple adición de un par de letras, cambiar al amigo en amigote y dotar a la relación en cuestión de un alcance semántico totalmente diferente.
Por ejemplo, la entrañable viuda Tylane, en la aún más entrañable El hombre tranquilo no duda en motejar así, con ese vocablo que, en principio, nada tiene de ofensivo, a los colegas del rudo Sr. Danaher con los que éste se reúne cada tarde en el pub local. El Sr. Danaher, según su propio testimonio, ha cometido la imprudencia de presumir en el citado establecimiento de la imposibilidad de que la riquísima viuda Tylane esté dispuesta a vender la granja Blanca Mañana a un extraño recién llegado de Pittsburgh, pues el predio está contiguo al suyo y eso significaría poner una separación entre las tierras de los Danaher y las de la viuda. Lo que no deja de rematar con una inquietante sonrisa que, quizá, se pretenda coqueta. Todo el pudor irlandés de la viuda, «cuya familia ya se encontraba en Irlanda antes de la llegada de Guillermo el Conquistador» se le sube al rostro y corta indignada a su incauto interlocutor:
«— Así que dijo eso, ¿verdad? En la taberna, claro, ¡con sus amigotes…!».
El uso de ése aumentativo en particular no presagia, en semejante contexto, nada bueno. Los amigos pueden ser moralmente neutros o buenos. Los amigotes son una cosa que (ciertos) hombres encuentran en las tabernas, con los que beben inmoderadamente y con los que hablan más de la cuenta. Los etarras y los vicepresidentes, probablemente, sólo tengan amigotes.
Pero también hay palabras que, sin necesidad de añadirles sufijo ni prefijo alguno pueden, perfectamente, cambiar su significación y convertirse en un venablo verbal o en una inusitada alabanza en función del contexto y del hablante. Por ejemplo, cuando un magistrado de la Atenas de Pericles dice que somos «un ciudadano modélico», creo que se puede tomar la fórmula, sin temor, como un cumplido, con las limitaciones que impone el contexto de una cultura pagana. Pero cuando lo dice un ministro en el marco de una ponencia sobre la Agenda 2030 es un insulto fenomenal. De juzgado de guardia.
Con la palabra «demócrata» pasa algo semejante. Lo que pasa es que, a estas alturas de la película, ya no se me ocurre en qué contexto o en boca de quién podría parecerme decente que me lo llamaran a mí. «Demócratas» son los partidarios de que gobierne la lista más votada, los feligreses de Ciudadanos, los militantes del PSOE que piden el voto para el PP, los del café para todos y el matrimonio también, los transmutados de género, los de la matria… Los demócratas son hoy un puñado de gente bastante indeseable No se hagan cruces con que llamen a Otegui «demócrata». Denle a la frase la entonación adecuada:
«Arnaldo Otegui… ¡Menudo pedazo de demócrata!»
[1] Si entendemos por terrorista aquel que lleva a cabo atentados criminales contra ciudadanos inocentes con la finalidad de subvertir el orden político, los paralelismos entre la Ley del Aborto y Ley de Muerte Digna con las dignas muertes de Carmen Tagle, Gregorio Ordóñez y Miguel Ángel Blanco no me parecen en absoluto desdeñables.
G. García-Vao
Deje el primer comentario