Pan de San Antonio y pizza de sor Lucía

Iglesia en salida significa, con una sintaxis más ajustada a la realidad, salida de la Iglesia

Sor Lucía Caram. Foto: Crónica Global

Si la fe católica es algo más que una evanescente toma de conciencia del íntimo anhelo de trascendencia del hombre (y más vale que así sea, porque eso que acabo de describir, por más que los modernistas lo llamen «fe» no es nada en absoluto), quizá la caridad también sea algo más que lo que hacen a diario las llamadas «Organizaciones No Gubernamentales»; que es, por cierto, uno de los nombres más tramposos, falsarios y engañosos de la historia de los subterfugios jurídicos.

Estamos a las puertas de la Semana Santa; no sé qué van a predicar en la inmensa mayoría de las parroquias autodenominadas «católicas» durante los próximos días; no me interesa demasiado, tampoco. No sé qué se va a predicar en Roma, aunque para que se predique algo remotamente relacionado con la fe que Roma está encargada de custodiar, para eso hará falta que la hospitalización del Santo Padre no revista gravedad, porque si no, los aires de cónclave se llevarán consigo cualquier pensamiento piadoso. Tampoco sé qué predicará el reverendísimo cardenal Meteorólogo, hablando de vientos… Sí, ya saben, el ilustre capuchino, predicador de la Casa Pontificia, que no hace más que repetir, machaconamente, que hay que observar «los signos de los tiempos». Pues nublado y con altas probabilidades de lluvia el Viernes Santo, como cada año, Eminencia Reverendísima. Y si no le resulta del todo inconveniente, háblenos un poco más de Jesús y un poco menos de la Agenda 2030. Que, total, para escuchar tonterías progresistas no nos hacen falta cardenales, teniendo todo un Consejo de Ministros.

Estamos, reitero, a las puertas de la Semana Santa. El corazón y la cumbre del año litúrgico, de la vida cristiana y de la vida de Nuestro Señor Jesucristo. Porque Nuestro Señor Jesucristo no vino al mundo a predicar el cuidado de la casa común ni a instalar higrómetros espirituales sino a morir en una Cruz, ofreciéndose en sacrificio de redención a Su Padre. Si a su párroco se le olvida comentarlo en los oficios del Viernes Santo, no se preocupen, es, lamentablemente, normal.

Hay un fin, uno, una misión, que Nuestro Señor vino a cumplir en el mundo y todas las demás cosas que realizó se ordenan a este único fin. Y no al revés: Cristo se hizo hombre para morir en la Cruz y con la efusión de Su Preciosísima Sangre abrirnos de nuevo las puertas del Cielo, cerradas por el pecado de Adán, en quien todos pecaron. Si dio de comer a los hambrientos, curó a los enfermos, y predicó el consuelo a los afligidos y a los menesterosos, fue en vista de la Redención. Fue por causa de la obligación que todo propietario de un alma inmortal tiene de salvar su alma inmortal. La multiplicación de los panes y los peces (caso de que exista, si nos atenemos a la novísima exégesis bíblica del Vaticano) no es la acmé de la vida de Cristo. Es un milagro importante, pero es un milagro más.

Hay un orden en todas las cosas y, aunque suene provocador, integrista, facha y gildiano a más no poder, es mucho más importante ir al Cielo que comer tres veces al día.

Es evidente cuándo y cómo las gentes de Iglesia empezaron a invertir el orden de ambas cuestiones (y de todas las demás cuestiones); pero quizá sea menos evidente, sobre todo para las generaciones más jóvenes de católicos, que no están perplejos, aunque deberían estarlo, el hecho de que esa inversión se ha producido.

Ilustremos el caso con dos ejemplos:

El paradigma de monja 2.0, moderna, hija de su tiempo y del posconcilio, es Madre Teresa. Pero como ya está un poco pasada de moda, tomaremos como ejemplo a sor Lucía Caram, que viene a ser lo mismo pero con más locuacidad. Y con menos fe, si cabe.

Sor Lucía acaba de llevar a buen puerto la reforma de su convento, abandonando para siempre unas rancias constituciones que definían a su congregación de dominicas como «contemplativas», como si contemplar y rezar, en general, fuese algo más importante que hacer cosas o, peor aún, como si rezar y contemplar sirviesen realmente para algo. Sor Lucía es monja, pero eso sólo quiere decir que ha consagrado su tiempo y su doncellez, no a Dios, valiente tontería, sino a los pobres y menesterosos. Sor Lucía es monja, pero eso sólo quiere decir que lleva un hábito y ya veremos por cuanto tiempo y ya veremos de qué clase, porque seguro que sor Lucía piensa que sus hermanas de Iesu Communio han hecho muy bien en vestirse de perroflautas místicas. Sor Lucía ejerce un importantísimo apostolado que consiste en alimentar a un gran número de familias desfavorecidas de la periferia de Barcelona, familias en su mayoría no católicas y que no han oído en su vida hablar de la Redención, de la inmortalidad del alma ni de Jesús, que se supone que es el místico Esposo de sor Lucía. Tampoco hay muchas probabilidades de que, tras meses o incluso años de acudir a recibir las solícitas atenciones de sor Lucía y de sus hermanas en la «fe», lleguen alguna vez a oír hablar de esas cosas. Las monjas no están en este mundo de Iglesia en salida para acudir a buscar a las ovejas perdidas del rebaño del Señor. Iglesia en salida significa, con una sintaxis más ajustada a la realidad, salida de la Iglesia.

Por otro lado, cuando España era facha, fea y en blanco y negro y toda la gente era mala y no asistía a su prójimo y no era católica de verdad, porque era de derechas y estaba en contra del aborto y del divorcio, se rodó una película bastante genial, quiero decir, bastante horrible, que se titula Historias de la radio. La primera y la tercera son muy simpáticas; la segunda y central es, simplemente, una catequesis en movimiento.

El cura que la protagoniza, aunque parezca mentira viniendo de esos sombríos y oscurantistas tiempos de sotanas, misas en latín y gente que va a confesarse de sus pecados (como todo el mundo sabe, desde 1964 el pecado, o no existe, o no es objeto de confesión) está lleno de caridad y de buenas intenciones hacia los pobres y menesterosos. Y también, y esto fascinará a los lectores más jóvenes, lleno de divina caridad y de celo apostólico, lo que le lleva a guiarse, en todas sus acciones, incluso en las más natural y materialmente caritativas, por un objetivo principal y primordial: conducir el máximo de almas posible al Cielo.

Así, un día descubre que un vagabundo merodea por su iglesia cuando cree que nadie le ve, para forzar la cerradura del cepillo del «Pan de san Antonio». Como todo el mundo, salvo el vagabundo, sabe, el cepillo en cuestión es para echar dinero que se utilizará para alimentar pobres: no es una panera de hierro forjado y con cerrojo. Como el cura observa que el vagabundo no está interesado en el dinero, sino sólo en el pan, concibe un ingenioso plan: colocar un pan dentro del cepillo y dejarlo a merced de su ladrón particular. Con particular bonhomía, va explicando a sus interlocutores que, después de algunos días de tan suculento latrocinio cotidiano, el ladrón ha comenzado a saludar con una respetuosa inclinación de cabeza a la estatua de San Antonio y que ya, incluso, hasta algunas veces se santigua al entrar en la iglesia. «No pienso parar hasta que empiece a venir a Misa».

Para el espectador contemporáneo, es una frase casposa y rancia, que lo estropea todo: lo importante no es la conversión, es la asistencia social.

El honesto ladrón, empero, acaba por asistir a Misa: la gracia encuentra caminos insospechados y uno muy bueno puede ser el pan de san Antonio. El pan de los pobres que conduce al Pan de Vida.

Dicho con otras palabras: de nada le sirve al hombre comerse cada día una hogaza de candeal, si pierde su alma.

Feliz y Santa Semana. Que Vds. lo recen bien.

G. García-Vao

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