La conquista del Sánchez Encantador (I): Un vestido para Yolicienta

pasaremos revista a toda una serie de partidillos más o menos mediocres

Yolanda Diaz. Foto: Moncloa

Como ya han pasado unos cuantos días y los sobresaltos postdemocráticos han sido convenientemente sosegados y serenados, ahora sí podemos hablar del tema. Me propongo, en las semanas que median entre hoy mismo y las elecciones generales, responder a dos cuestiones fundamentales en la vida de todo español de bien: a quién no se puede votar y a quién hay que votar. Que parece evidente, pero no lo es. Lo haremos con ayuda de los cuentos de hadas, pues unos y otros (los cuentos y los partidos, digo) tienen aproximadamente la misma consistencia ontológica y desempeñan, para el antropólogo, las mismas funciones: asustar a los niños, educar a los jóvenes, establecer los tabúes y las obligaciones de la tribu para los adultos y proporcionar abundante material fílmico.

El panorama político español podría ser un mito helénico, pero sólo es una versión descafeinada de los cuentos de Mamá Oca. Hay un Príncipe Encantador (pero no azul), muchas hadas madrinas, brujas para parar un tren, villanos de todo pelaje y un número preocupantemente elevado de princesas republicanas (dentro y fuera de la Familia Real).

Hoy pasaremos revista a toda una serie de partidillos más o menos mediocres (en diversos sentidos), a los que obviamente ningún español de bien puede votar y a los que, de hecho, ningún español de bien vota y que, como suele ser tradicional entre los de su especie, tiene una tendencia natural a la guerra intestina, al parasitismo y al canibalismo que los hacen casi más temibles por lo que hacen, que por lo que dicen, que no es poco.

Las Izquierdas españolas, con la salvedad del PSOE que será objeto de larga y abundosa digresión en las semanas por venir, se encuentran, de nuevo, ante la catarsis de las autonómicas, en un impasse que recuerda, sospechosamente, a los preparativos de la Cenicienta para asistir al baile en el Palacio Real.

Por una parte, le necesidad se hace cada vez más acuciante de buscarle un vestido (ideológico, simbólico, acróstico…) a Yolicienta, quien no puede presentarse con sus atavíos de plebeya comunista gallega si tiene verdaderas aspiraciones de entrar en los salones monclovitas como soberana y no como vice-algo. ¡Ah, pero bajo su techo conviven también sus dos siniestras hermanastras, mucho menos apreciadas del público y del Príncipe! No piensan ceder sin lucha la representación de la familia a una advenediza que salió de Izquierda Unida, sin ser amamantada a los pechos del califa de Gal-ap-Agar, hoy retirado de las agotadoras lides parlamentarias y gozando de un bien merecido retiro dorado (porque ya nos íbamos mereciendo todos que se retirara) en sus posesiones serranas. Ionistasia e Irenelda no van a prestarle sus atavíos a su hermanastra para que se lleve de calle al Sánchez Encantador mientras a ellas las desalojan al arroyo de los sin Ministerio.

Sí, todos recuerdan la escena: los encantadores ratoncitos de la mansión han cortado, cosido y arreglado un simpático vestido de fiesta, hecho con un chal por aquí, una media falda por allá y otras tantas prendas en desuso de las dos malvadas hermanastras. Pero cuando Yolicienta se presenta ante su encantadora parentela dispuesta a acompañarlas al baile, Ionistasia e Irenelda, en un frenesí destructor muy poco adecuado a dos señoritas de la alta sociedad —y, menos aún, a dos ministras—, le arrancan a la desventurada todas las siglas, proyectos de ley, diputados autonómicos y alcaldes que consideran de su legítima propiedad. Quiero decir, las prendas, las prendas…

Y así, la pobre Yolicienta se halla desnuda de todo paramento partidista y debe comenzar de nuevo a recomponer sus atavíos. ¿Recurrirá de nuevo a los laboriosos ratoncillos? Poco se puede esperar, nos parece, de esa plétora de parasitarios roedores que campan a sus anchas en la mansión de lady Tremaine (o en los respectivos parlamentos autonómicos) y que parecen ser tan afanosos en corte y confección como en hurto y sustracción de ropas ajenas. Y eso que los citados ratoncillos son numerosos, de variado pelaje y de competencias y programas políticos bastante diversos también. Pero no: Yolicienta no es idiota, después de todo, y sabe bien que ni el siniestro pipiripao de los pipiolos máspaisanos, ni las raras marcas de las ratas etarras, ni el entretenido entremés del tenderete independiente, ni siquiera los complots de los comprometidos valencianos (comprometidos, sobre todo, con la defensa y el encubrimiento del abuso de menores) parecen ser una buena fuente de vestidos de fiesta.

La situación es lo bastante desesperada como para que la aritmética, a un tiempo de mono obrero y de haute couture del último diseñador de moda de la futura Reina de Trabajolandia (la nueva matria de los españoles) se vea obligada a recurrir a los medios preternaturales: ¡vayamos en busca del Ada Madrina!

¡Ay!, pero el Ada ha sido desaloj-hada del torreón desde el que ejercía su dominio sobre barceloneses y allegados; y la Haduela Carmena hace mucho que abandonó el ejercicio activo de la magia, tras una espectacular operación de transformación… Del callejero de Madrid, ni más ni menos. No parece quedar más recurso, agotadas las posibilidades de obtener los favores de las hadas buenas de la Izquierda, que recurrir a las malas artes y a la magia negra de las hechiceras socialistas y populares: Pero, ¿se atreverá Yolicienta a vender su voz a alguna bruja cefalópoda de las Baleares? ¿Prometerá, cual Pinocho redivivo, dejar de mentir para gozar de los favores del Hada Azul de la Puerta del Sol? (Que parece buena, pero como es azul, forzosamente tiene que ser mala).

De nada servirán las invocaciones y los llantos: la magia electoral de Yolicienta la tendrá que hacer ella sola. A lo mejor, como es de tierra de meigas, acabará dando con alguna fórmula, entre chamánico-Pachamama y aquelarre-filoetarra que inspire en sus acólitos el Temor de la Diosa Madre (y Médico) y termine de consagrar su álgebra postraumáticamoderna. Nos gustaría, por deportividad, proponerle algunas ideas:

  • SUMARca electoral, dará al traste con las ambiciones de sus hermanastras;
  • SUMARaña ideológica confundirá a todos sus rivales;
  • SUMARtirio a manos de los fachas -pues como todos los políticos de izquierdas de este país, especialmente los nacidos después de 1975, son ellos también (el me too «marca España») víctimas del terrorismo franquista- convencerá a todos los compañeros de lucha de buena voluntad;
  • SUMAR de seguidores la elevará a las cumbres del poder, que es su lugar natural.
  • SUMARbete de sindicalista sin complejos nos hará olvidar a todos que su tren de vida matritense tiene mucho más de Cuqui Fierro que de Manuela Malasaña.
  • SUMAReante elocuencia arrastrará a las masas.
  • SUMARavillosa inventiva verbal dejará atónitos incluso a los más pertinaces seguidores de Rajoy.
  • SUMARcial determinación contra toda injusticia (real o no) reunirá en pos de la cola de su vestido a todos los olvidados por el wokismo rampante: «¡créese una causa y sígame!».
  • SUMARiamente, Yolicienta recabará los apoyos de todo el mundo, porque no hay nada menos discriminatorio y divisivo que no tener programa alguno.
  • Su hermanastra y SUMARqués serán condenados al limbo de los aburguesados, por permitirse tener una casa con piscina.
  • Y, en fin, con SUMARrubio, SUMARtini y SUMARta cebellina (para los días de Ópera), la poción está completa, y SUMARtes de Carnaval perpetuo no verá nunca amanecer un Miércoles de Ceniza.

Ya puede, la valerosa Yolicienta, acudir al baile, provista de tan poderoso filtro de amor; quizás, después de todo, algo de magia se opere en el mientras tanto, y como el hada madrina de la película, veamos un perro —de raza abertzale— convertido en cochero, seis ratitas podemitas transformadas en caballos y la ya inútil calabaza ciudadana ejerciendo de noble carruaje.

¿Y a la medianoche…? ¡Ay! Los escrutinios, sin piedad, devolverán a Yolicienta a la triste realidad: la matria no eran más que polvo, vanidad y alimentarse de viento.

G. García-Vao

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