
La «reforma de la sociedad» puede emprenderse bien sobre la base de principios y fundamentos sólidos que han sido convenientemente probados a lo largo de la Historia (pretensión, por ejemplo, de los carlistas); bien a partir de construcciones complejas e inquebrantablemente lógicas elaboradas por sesudos arciprestes de la razón pura sin contacto alguno con la realidad (utopía, por ejemplo, de los comunistas). Pero, en cualquiera de los casos, hay un espinoso asunto que siempre ocupa un lugar importante (justificado o no) en la discusión: qué pasa con los ricos.
La riqueza no es, en sí, moralmente mala. Para empezar, porque la propiedad privada no lo es en absoluto. La propiedad privada es una institución de derecho natural y, de manera también perfectamente natural, es posible que algunas personas posean más bienes materiales que otras. Ello incluso partiendo de condiciones ideales, rousseaunianas, en las que todos los individuos en estado de naturaleza poseen una misma cantidad de cosas, tierras etc. en estricta igualdad de derechos. Porque hay quienes trabajan más, quienes son más ingeniosos, o más austeros en sus gastos; quienes tienen más o menos hijos, o ninguno, quienes se casan y quienes no. Una persona puede llegar a acumular una cantidad de bienes sensiblemente superior a la de sus vecinos sin que por ello haya que buscarle un quinto[1] pie moral al gato. Es decir que, no en todos los casos se verifica aquello de «detrás de toda gran fortuna hay un gran crimen».
Ése parece ser el caso de la entrañable viuda Tillane, acaudalada dama del ficticio (¡lástima!) pueblo irlandés de Innisfree, donde se desarrolla la trama de la nunca lo bastante alabada El hombre tranquilo. La viuda Tillane, Sarah, de nombre, no es lo que el novelista naturalista del s. XIX llamaría, desdeñosamente, «la rica del pueblo». «La rica del pueblo» es una burguesona cursi, sin una pizca de buen gusto ni de modales, que se impone a sus pares exclusivamente en razón del volumen de su billetera. Como la doña Consuelito, de El Abuelo, que es, no sólo la rica, sino incluso «la gorda rica» del pueblo. La viuda Tillane, cuya familia se remonta a los tiempos que precedieron, incluso, a la invasión normanda, es una aristócrata con todas las de la ley que, además, resulta que es rica; y posee cualidades —además de la cualidad extrínsecamente accidental que consiste en ser interpretada por la siempre simpática Mildred Natwick— que la hacen acreedora no sólo a las públicas alabanzas del Reverendo Padre Lonergan, párroco de Innisfree, sino incluso a que la tomemos como ejemplo de «rico en la sociedad tradicional».
La riqueza, como el poder, no es intrínsecamente mala pero sí que comporta deberes y obligaciones especiales. Por ejemplo: todos, ricos y pobres, estamos obligados a la limosna, es decir, a socorrer materialmente a los menesterosos con cargo a aquellos de nuestros bienes que excedan de los necesarios para nuestro cotidiano sustentamiento. Resulta lógico y razonable pensar que el cotidiano sustentamiento de un humilde labriego es en absoluto notablemente inferior al del duque de Almenara Alta; y, por la misma razón, es evidente que la limosna que podrá esperarse de la parte del señor duque de Almenara Alta será, en proporción inversa, muy superior a la del humilde labriego.
De la viuda Tillane se nos dice en la película que era «generosa con los pobres». Lo dice el párroco, detalle que tiene una enorme importancia. Un sacerdote que haya estudiado seriamente la teología moral, sabe que la limosna es un deber estricto de justicia distributiva y no una expresión más de la virtud de caridad hacia el prójimo. La parte de los bienes que una persona en posesión de una fortuna determinada está moralmente obligada a ofrecer a los más desfavorecidos puede, casi, cuantificarse matemáticamente y, en todo caso, no debería considerarse como un acto propio de la virtud de liberalidad, sino de la de justicia; precisamente en la medida en que es algo que se le debe a alguien. En consecuencia, de alguien que da estrictamente aquello que está obligado a dar, diremos que es «justo», no «generoso». El generoso, por su parte, es el que hace gala de la virtud de liberalidad, es decir, el que da incluso más de lo obligado. Una rica viuda que es «generosa con los pobres», es alguien que excede sus deberes de estricta justicia para con su prójimo menos favorecido.
La riqueza, por otra parte, obliga también al mantenimiento de un cierto tren de vida que, paradójicamente, beneficia tanto a su titular como a quienes le rodean[2]. Esto puede parecer una animalada en el contexto de un Estado que se pretende «social» y «democrático», pero lo voy a escribir igualmente: estoy firmemente convencido de que el régimen laboral del servicio doméstico beneficia también al servicio doméstico y no sólo al señor. Pero, para que sea el caso y para que podamos ensalzar las virtudes de un rico con servidumbre, es necesario que esa generosidad que alabamos en la viuda Tillane benefactora de los menesterosos, se manifieste también, de una manera proporcionada, para con los de su casa. ¿Es el caso? Sí, es el caso:
La viuda Tillane tiene un cochero; eso es relativamente normal, porque tiene una calesa. Pero es bastante menos normal cuando uno se para a pensar que la viuda Tillane vive en Innisfree, que debe de ser tan grande como Peñaranda de Bracamonte, Palacios de San Carlos o cualquier otro de esos muchos pueblos de la Vieja Castilla que, como diría una venerable dama que conozco, «se tarda más en nombrar que en atravesar». ¿Que quizá la viuda Tillane vaya a la ciudad de tarde en tarde? Quizá. ¿Qué quizá vaya a Misa o se acerque a tomar el té con la Sra. Playfair en coche cuando llueve en lugar de caminar doscientos metros? Quizá. Pero ninguna de esas cosas parece justificar el tener a un señor asalariado en permanencia para ocuparse de la calesa; sobre todo porque estoy seguro de que también emplea, al menos, a un mozo de cuadra. ¿No les convence el ejemplo? Tomemos otro.
Cuando la viuda Tillane está en medio de arduas negociaciones con el protagonista Sean Thorton, quien desea comprarle las tierras que pertenecieron a su familia, antes de que se viese obligada a emigrar a América, hace su irrupción en la vivienda el colérico Danaher, para oponerse a todo arreglo en ese sentido. No nos interesa ahora esa controversia, sino el interesante detalle de que la doncella-ama de llaves de la viuda Tillane es una buena mujer, digamos, talludita. Los atavíos de doncella de gran casa con cofia y todo quedan bastante ridículos en una especie de bruja de carnaval que utiliza un plumero de plumas de avestruz como insignia de su mando, cuando hace entrar a Danaher en la elegante sala, no sin antes gritarle sin delicadeza alguna: «¡Límpiate los zapatos!». Estamos de acuerdo en que uno no entra en casa ajena sin quitarse el barro y el polvo de los zapatos en el zaguán; y también estamos de acuerdo en que puede resultar muy conveniente y muy elegante y muy de gente bien tener una doncella que introduzca a los invitados hasta el despacho y que les recuerde, si acaso lo han olvidado, que el felpudo es una cosa que se puede usar sin mediar invitación. Pero emplear para ello a la momia de Ramsés III quien, además, hace gala de modales bastante poco pulidos, nos parece que responde, más que a un altanero deseo de aparentar, a una obra de caridad. Creo que es legítimo pensar que, si la viuda Tillane mantiene a momias gritonas a su servicio, es porque, en otro caso, dichas venerables doncellas no tendrían donde caerse muertas.
En fin, la viuda Tillane ejerce mayestáticamente su rol de primera dama del pueblo de Innisfree, a la vez como autoridad oficiosa y como modelo de respetabilidad. Así, todo el mundo considera natural que sea ella quien entregue la copa al vencedor de la carrera de caballos del pueblo (pueblo que parece no tener alcalde, ni corporación municipal, ni nada semejante) y aunque se trata, manifiestamente, de una excelente católica, no deja de mantener buenas relaciones con el pastor protestante y su esposa (a la que, por cierto, gana unas cuantas libras apostando, en la apoteósica pelea final, contra su propio futuro marido, pero ésa es otra copla), porque la viuda Tillane es buena, católica y un modelo de respetabilidad para las familias de la vieja Irlanda, pero no es una tonta sectaria que piense que hay que hacer luz de gas a los protestantes hasta que abandonen el país, sino que hay que ser amistoso y caritativo con ellos hasta que abandonen la herejía. Podría citar más ejemplos, como su extraordinario romance con el pelirrojo Danaher, pero mejor lo dejamos para otra semana.
En fin, sí, la vida sencilla del campo conlleva, necesariamente, la existencia de ricos propietarios. Pero, a diferencia de los licurgos del proletariado, a los tradicionalistas nos gusta pensar que también los ricos pueden ir al Reino de los Cielos y que, incluso, pueden ser buenos católicos y buenos miembros de la ciudad terrena. Para ello, evidentemente, es necesario que existan ciertas personas que les recuerden frecuentemente sus obligaciones morales para con los demás (las de justicia y las de liberalidad) y con esto llegamos a la única conclusión posible, que el lector ya habrá adivinado y que comentaremos la semana que viene D.m.
[1] Buscarle tres pies al gato resulta exactamente igual de razonable que encontrárselos: lo que no es frecuente es un gato lisiado con sólo tres pies. Y lo que resulta de todo punto anormal, es un gato con cinco pies o más.
[2] Léase nuestra serie Ecos palaciegos
G. García-Vao
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