La «batalla cultural» de Vox y el origen del liberalismo

EFE

A lo largo de la Historia de la Revolución sufrida en las Españas, siempre ha sido necesario un elemento de derechas como válvula de escape para encauzar el descontento originado por los sectores más progresistas. El fin de este ardid del liberalismo era que la población desengañada no tuviera la tentación de agruparse en torno a la única verdadera oposición a dicha Revolución: el legitimismo.

Ésta es la función que realiza hoy esa escisión del Partido Popular llamada Vox, siendo una de sus misiones declaradas la de emprender la llamada «batalla cultural» contra las izquierdas.

El adjetivo «liberal» siempre ha sido sinónimo de generosidad en el lenguaje tradicional. Pero tras el establecimiento de las Cortes de Cádiz el 24 de Septiembre de 1810, y la aprobación de la ley de libertad de imprenta el 10 de Noviembre, comenzó a utilizarse en la prensa revolucionaria una nueva concepción del término como designadora de los supuestos «defensores de la libertad» en contraposición a los «serviles»; es decir, los supuestos «defensores del despotismo».

Esta concepción se generalizaría a partir del año siguiente en las Cortes liberales y en toda la prensa, y de ahí pasaría al acervo lingüístico del llamado mundo occidental. Sin embargo, la prensa realista no se quedó atrás en la verdadera batalla político-cultural. Contraatacó en defensa de los fueros de la verdadera política española. Quizá la mejor definición que se hizo de la nueva ideología fue la que diera el semanario gallego El Sensato, en su número de 1 de Julio de 1813: «¿Qué se entiende por liberalismo? Un sistema inventado en Cádiz el año 12 del siglo 19, fundado en la ignorancia; absurdo; anti-social; anti-monárquico; anti-católico; y exterminador del honor nacional».

Claro que, los revolucionarios de Cádiz, previendo la oposición de la prensa realista, añadieron en su ley de libertad de imprenta la creación de unas llamadas «Juntas de Censura». Estas les permitirían controlar a su gusto qué se ajustaba y qué no a la nueva ortodoxia de la Revolución. Por poner un ejemplo de muchos, el dominico Nicolás de Castro, redactor en la publicación también gallega La Estafeta de Santiago, tuvo que sufrir en sus carnes la acción de la Junta correspondiente a Galicia por el solo hecho de haberse atrevido a calificar al Rey de soberano de la Monarquía española.

Merece la pena transcribir el silogismo seguido por la Junta de Censura, que nos revela el carácter contradictorio entre la forma jurídica monárquica tradicional y la pregonada por las ideas del «derecho nuevo»: «si el Rey es nuestro soberano, la soberanía no puede residir en la nación; si la soberanía no está en la nación, las Cortes no pueden tener la potestad legislativa; si las Cortes no tienen la potestad legislativa, no han podido hacer la Constitución, ni tampoco han podido, ni pueden, ni podrán hacer ley alguna. Con esta doctrina viene a tierra todo el edificio de la Acta constitucional, y lo que pende de ella». Por supuesto, este mismo razonamiento puede extenderse a cualquier otro acto «legislativo» realizado por los revolucionarios en estos últimos 188 años.

El que todos los sucesivos partidos nacidos de la Revolución se odien entre sí por diferencias accidentales no es incompatible con el hecho de que, también, todos ellos compartan un núcleo esencial. Una misma raíz que los solidariza contra aquéllos que sólo se limitan a defender y restaurar públicamente la ley y el derecho conculcados, razón por la cual se les conoce con el nombre de legitimistas.

Félix M.ª Martín Antoniano