La vivencia mayoritaria de la Semana Santa en los pueblos hispánicos resulta indiscutiblemente vinculada a su expresión plástica en la religiosidad popular.
En este sentido, el patrimonio tanto artístico como antropológico, que estas manifestaciones comportan constituyen una de las señas de identidad más originales del catolicismo hispánico en las más diversas latitudes.
Las características de expresión de esta religiosidad eminentemente artística son naturalmente multiformes y diversas, pero podemos identificar al menos dos elementos comunes, extraordinariamente imbricados con el concepto mismo de Hispanidad: su carnalidad y su carácter profundamente popular y corporativo.
El Barroco es, sin lugar a dudas, el arte hispánico por excelencia, es más, es en mi opinión, el arte católico por antonomasia al poner en primer plano los misterios fundamentales de nuestra fe: la encarnación y la humanidad sufriente de Cristo, la carnalidad del misterio que se hace semejante a nosotros en su realismo carnal y cercano; ni estilizado, ni intelectualizado, ni idealizado a la manera del románico o del gótico, una modalidad de comunicación mediante la que el fiel puede entrar en relación de sinergia espiritual al facilitar un acercamiento existencial y humano entre las imágenes sagradas y el creyente que las contempla.
El naturalismo expresivo de las representaciones cristíferas o de la Virgen Dolorosa juega un papel fundamental en la espiritualidad hispánica.
Por otra parte, el carácter popular −corporativo en sentido tradicional− ha sido tan marcado a lo largo de los siglos en celebraciones de la Semana Santa, como la de Sevilla, que no han faltado a lo largo de la historia tensiones, tanto con las autoridades eclesiásticas como civiles, cuando éstas pretendían «regular» la organización de las mismas.
Téngase en cuenta, por ejemplo, cómo su famosa «Madrugá» tuvo origen en las disposiciones del «ilustrado» Pablo de Olavide, que prohibiría los cortejos procesionales más allá del atardecer.
Pensemos en este mismo sentido en el carácter históricamente gremial de la mayoría de estas corporaciones hispalenses y en cómo no sólo se ocupaban de la organización de los cortejos procesionales, sino también de la asistencia hospitalaria de sus miembros y de su sepultura cristiana.
La imaginería barroca de nuestras tierras, su verismo, su carnalidad sufriente y regia a un mismo tiempo (¡con qué sublime majestad sufren en la Hispanidad el Señor y la Virgen Dolorosa!) constituyen, sin lugar a dudas, una de las más genuinas manifestaciones del genio hispánico
Joaquín de la Huerta, Círculo Hispalense