La pandemia de Covid ha dejado un rastro de más de 48.000 fallecimientos según el Ministerio de Sanidad. Sin embargo, el bombardeo continuo de noticias respecto a tan lamentable drama, se ve en ciertas ocasiones espaciado por muertes pretendidamente aisladas, sobre las que ha de llamarse la atención.
Es el caso del suicidio del hostelero vallisoletano Raúl Aparicio a inicios de este mismo mes de diciembre. Cabe también citar el del dueño de Bodegas Díaz Salazar en Sevilla el pasado mayo. Ambos ejemplos se encuentran caracterizados por un fugaz impacto mediático que reviste una falacia asfixiante: la ruina económica se equipara con el fin de la vida.
No obstante, conviene detener la mirada en este tipo de muertes. El suicidio en Japón alcanza números escandalosos, la situación en Estados Unidos no se queda atrás. En lo que toca a España, los suicidios recogidos por el INE en 2018 duplican a los producidos por accidentes de tráfico. Esto es una viva muestra de una tendencia creciente desde la década de los ’80, un problema cuya estabilización estadística se confunde con su resolución y que se condena a un baúl de añejos tópicos en el que se presupone a los jóvenes de menos 30 años como el colectivo más afectado. Por contraste, la realidad presenta un cruel cuadro en el que los suicidas de entre 40 y 55 años despuntan sobreel resto, sin que nadie se atreva a llegar al fondo de la cuestión.
La situación ha alcanzado tintes siniestros en los últimos días. El imparable avance de la ley de eutanasia establece un marco legal al suicidio asistido siempre y cuando se den las condiciones precisadas para ello. Ahora bien, quien abre la ventana en invierno enfría toda la casa. Cabe esperar que lo varíe la concepción en torno al sufrimiento mínimo exigido para autorizar la muerte de un paciente. ¿Qué sucederá entonces con aquellos que ingresen por intentos frustrados de suicidio? No cabe duda de que es escalofriante el devenir de acontecimientos que se dibuja en el horizonte, máxime si se tiene en cuenta que la eutanasia y la eugenesia siempre se han retroalimentado a lo largo de la historia.
Habitamos, pues, en una casa, no fría, sino gélida desde hace varias generaciones. El invierno, y quizás éste todavía más que muchos de los anteriores, reclama calor para poder vivir. Pero, ¿cómo enardecer unos corazones mustios por la desesperanza? Es perentorio abandonar los ídolos fabricados a medida. Necesariamente, han de defraudarnos. Frente a una alegría prefabricada, reivindiquemos una novedad constante que nunca nos saque del asombro. El dolor es una exigencia del camino, pero ningún dolor es eterno para el que sabe de Quién se ha fiado. Hoy por hoy, es un deber mantener viva la esperanza. Nuestra existencia, la de todos y cada uno de nosotros y la de nuestros semejantes, está en juego. La desesperanza es contagiosa, pero, gracias a Dios, la esperanza lo es más.
Ricardo Toledano, Círculo Antonio Molle Lazo de Madrid