Al Señor le gusta usar imágenes bucólicas y geórgicas para ilustrar los puntos más espinosos de la doctrina y de la moral. Así, el Señor nos exhorta a confiar en Su divina Providencia, llamándonos Su «pequeño rebaño»; y comparando, desfavorablemente, nuestros afanes y nuestras cuitas cotidianas, con la alegre despreocupación de las aves del cielo y de las flores del campo, sentencia con un lirismo de una gravedad que sólo puede ser divina, que hemos de tomar ejemplo de los humildes lirios, «que ni hilan ni tejen y, aun así, ni el glorioso Salomón en la cumbre de su esplendor vistióse nunca con tal magnificencia».
El Señor es el Buen Pastor y San Pedro en su epístola le llama Rey de los Pastores, pues adornará con una inmarcesible corona las frentes de Sus ministros fieles. Sus ministros son también comparados a los segadores, que han de hacer buena y abundante cosecha, cuando exhorta a Sus discípulos a que impetren, del dueño de la mies, que envíe muchos obreros a su mies, no vaya a ser que ésta se pierda, se agoste, se pudra y no sirva ya más que para ser quemada con las malas hierbas del campo.
Y quizá sea porque al Señor le gustaba, también, la vida sencilla del campo. No en vano quiso nacer en Belén de Judá y, después, pasar los treinta años de su vida oculta en el pueblecito serrano de Nazaret; porque Jerusalén, la Grande, la Ciudad de la Paz, asiento del Altísimo entre los hombres, debía ser también Jerusalén la homicida de Profetas y la que diera atroz muerte al Hijo de Dios. Todos los males vienen de la gran ciudad; la enseñanza, de ecos bíblicos innegables, resonará hasta en las lejanísimas costas del Japón, dulcificada por el rumor del oleaje…
En estas últimas semanas hemos constatado la existencia, por doquier, de algo que se ha dado en llamar «anhelo de comunidad» y que suele traducirse en una especie de retorno nostálgico a modos de vida más sencillos. Posiblemente, porque ciertos avances técnicos dificultan mucho la conservación de los lazos comunitarios tal y como existían hace unas cuantas décadas. Probablemente, porque el observador medianamente atento es consciente de que el caldo de cultivo ideal para el desarrollo de una sociedad como la tradicional, comprende, necesariamente, la existencia de poblaciones relativamente pequeñas en las que la gente se conoce bien y en las que, consecuentemente, las actividades agrícolas ocupan una parte muy importante de la vida social y económica.
Pero nuestro estudio, que se ha limitado a un vuelo rasante sobre estas cuestiones; casi un vuelo nocturno, emprendido no con la insolencia del periodista que se las da de intelectual, sino del que escribe, exclusivamente con el afán de excitar a los buenos pensadores a dar las buenas respuestas, precisamente planteando las buenas preguntas. A la postre, hemos llegado a una especie de constatación que, de tan evidente, parecíamos haber pasado por alto. O, peor, de la que quisimos hacer abstracción, como si pretendiésemos explicar lo que, en el fondo, no deja de ser una feliz consecuencia del imperio de la gracia entre los hombres, como una simple utopía humanitaria, circunstancialmente realizada en nuestra Historia.
Y es que, observamos atónitos, una pieza fundamental de la sociedad acababa apareciendo en el cuadro una y otra vez.
Ya se trate de recordar a los hombres (como aquel funcionario de la augusta Roma que susurraba al oído del general que gozaba de su triunfo, piadosas reflexiones sobre la caducidad de la vida y la vanidad de sus honores), que ningún proyecto político y social será perfecto y que ninguno durará eternamente, porque la eternidad, a menos de ser un fascista perturbado (de izquierdas o de derechas, tanto monta), no es algo que se predique de los imperios, ni de los Estados, sino únicamente de Dios y, por Su gracia, de nuestras almas (de una cierta manera).
Ya se trate de colocar a cada miembro de la sociedad en su lugar moral, exigiendo, a los unos, el trabajo y el respeto de los maiores en la ciudad y, a los otros, la caridad, la paciencia y las restantes virtudes políticas que se esperan (y que una sociedad católica está en disposición de exigir), de aquellos que tienen y que ejercen el poder.
Ya se trate de que su ausencia nos demuestre la fatuidad y la total falta de verosimilitud de todo proyecto de comunidad verdaderamente humana, fundado en consideraciones más o menos memas, de ésas que figuran en los eslóganes de la campaña de Kamala Harris (que era, de acuerdo, un mal entre dos a escoger, pero, ciertamente, el peor de ambos con una inmensa serie de inmensas diferencias).
O que, en fin, su sola existencia sirva, a un tiempo, como catalizador y piedra de toque de la justicia social de una sociedad determinada, por estar en situación de indicar quién cumple con sus deberes comunitarios de manera justa y virtuosa y, además, de reprender y de corregir al que no.
El sacerdote, por decirlo en una palabra, resulta indispensable en la sociedad tradicional y, si la restauración de dicha sociedad exige de aquellos que han emprendido tan vasta tarea un incremento de caridad, paciencia y, en definitiva, de santidad, cuánto más aumento y perfección de las virtudes no se le exigirá a quien está llamado a ser, en dicha sociedad, autoridad moral y guardián de la Tradición (y de muchas tradiciones, de paso).
Por supuesto, no se trata de mezclar competencias ni de entregar a la potestad eclesiástica los poderes que corresponden a la autoridad civil. Ni se trata, tampoco, de explicar teóricamente ninguna de esas cosas. Muy en cambio, solamente queremos poner un punto y final, a guisa de conclusión, a las ideas que hemos ido entresacando, de las numerosas piezas de la literatura y del cine de nuestra rabiosa actualidad que hemos examinado.
Hemos observado atentamente qué lazos extraños unen la sociedad tradicional con la vida del campo, para acabar concluyendo que una vida más sencilla parece favorecer de manera mucho más eficaz el cultivo de esos vínculos comunitarios que, por un lado, hacen posible y, por otro lado, mantienen vivas y en perpetuo desarrollo las relaciones verdaderamente humanas; es decir, las que tienen como causa final el hacernos mutuamente mejores, más virtuosos y dignos ciudadanos, un día, de nuestra patria celestial. En la aglomeración de la gran ciudad, sin ser en modo alguno imposible que esos vínculos existan, resulta más fácil confundirlos con otras pretensiones de sociedad que, siendo ciertamente producto de la industria intelectual del hombre, no pueden calificarse, estrictamente, como humanas, pues no buscan primeramente la mutua perfección y santificación, sino cosas tan variopintas como la propia riqueza, el placer mundano o la gloria terrena.
Pero no basta con que todos, o al menos, muchos, tengamos la pretensión de cultivar relaciones que no se funden en la búsqueda egoísta de nuestro propio bienestar, porque tampoco se trata, exclusivamente, de alcanzar una (muy dudosa, por otra parte) perfección de este mundo. Todos los proyectos de reforma social que han pretendido contentarse con la mejora de los ciudadanos hasta convertirlos en ejemplos óptimos y acabados de ser humano racionalmente perfecto, han terminado en baños de sangre más o menos espantosos, anarquías y desórdenes y, sobre todo, generando mucha infelicidad y mucha imperfección. El hombre no vivirá para siempre y nada de lo que haga durará para siempre, porque la materia, naturalmente, se desgasta y se corrompe (y eso, incluso en la inexistencia teórica del pecado original); es una veleidad perseguir, en la propia existencia, una perfección de este mundo basada en la razón o en cualquier otra cosa igual de falible y defectuosa. Uno empieza por querer refundar la moral exclusivamente sobre la base de la sola razón y acaba abrazando los avances técnicos que le permiten gestar bebés en matrices artificiales de salón y pretendiendo que las cosechas y las evoluciones climáticas se adapten a un plan quinquenal publicado por el comisariato político de turno.
La sociedad tradicional necesita el acicate constante de una voz dotada de autoridad que le recuerde que las cosas importantes son las no perecederas; y, además, que esté dotada de la capacidad de poner a su disposición los medios necesarios para alcanzar, un día, esas realidades no perecederas. Por eso tampoco bastaría con que la sociedad tradicional tuviese buenos filósofos. La filosofía, aún la mejor, no da la gracia. La gracia hace que la viuda Tillane sea generosa con los pobres y la ausencia de gracia explica que la huerta valenciana de Blasco sea, a pesar de bucólica en extremo, una alcantarilla moral. La buena filosofía permite a los habitantes de un pueblecito pesquero de Terranova hacer frente común para salvar, económicamente, su pueblo, pero no llenará el vacío que tampoco colmará la generación de riqueza. Pero, atención, que también la gracia hace muy santos y muy virtuosos a los habitantes de San Ireneo de Arnois, aunque quizá les falte un poco de buena filosofía para comprender que ellos, no están obligados a vivir de espaldas al mundo, como los benedictinos que ejercen, allí, el papel de cura del pueblo (insisto, probablemente, a su pesar).
«¡Detén la pluma!», me grita mi conciencia, «ya lo han comprendido: los ireneos, los valencianos, la viuda Tillane, los canadienses, los benedictinos y los lectores de La Esperanza; todos se unen a tu plegaria: rogad al dueño de la mies que envíe muchos obreros a su mies».
G. García-Vao
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