Sus Majestades Reales Don Melchor, Don Gaspar y Don Baltasar:
Quisiera responder brevemente a la amable carta en la que me pedís consejo sobre aquellos presentes con los que se pueda obsequiar a los niños de toda la Cristiandad. Lo haré con estas sugerencias que, animado por vuestra confianza, me atrevo a expresar a continuación.
Es mi deseo que Vuestras Majestades estéis felizmente de regreso en sus respectivas ciudades y reinos, tras haber librado felizmente la emboscada que os tendía la crueldad del rey Herodes, que, como habrá llegado a vuestros oídos, impulsado por el miedo y la cobardía, tratando de quitarle la vida a Nuestro Señor, sacrificó a muchos niños. Mas vosotros, que sois monarcas legítimos en vuestros reinos, alegrando la vida de nuestros niños, honráis al mismo Jesús.
Aquel que encontrasteis en el pesebre de Belén, envuelto en pañales y recostado en un pesebre, era el Verbo de Dios Encarnado; por eso, como Dios que es, le adorasteis ofreciéndole incienso, con el oro le rendisteis pleitesía porque es Rey, y como además es Redentor, puñados de mirra anunciaron su muerte y profetizaron su resurrección.
Vuestras Majestades estáis muy inquietos sobre la necesidad de adaptar a estos tiempos modernos los regalos que ofrecéis a los niños. Los juegos electrónicos os plantean serios problemas de conciencia. Sin embargo, el balón y las canicas ya no les hacen ilusión. Si les ofrecéis muñecas a las niñas, se arma un guirigay de mil demonios en el gallinero feminista. Muchos han pedido un teléfono último modelo y desprecian los botines de fútbol, pues como ya no juegan en el potrero, prefieren las pantuflas para estar sentados en el sofá, pendientes de las redes sociales, fascinados con la perspectiva de ser mañana famosos instagramers, youtubers o tuiteros.
Queridos Reyes Magos entiendo vuestra enorme perplejidad y alabo vuestra delicada bondad, agradeciendo, por supuesto, el honor que me hacéis al pedirme un consejo sobre la materia que nos preocupa y ocupa: ¿qué le podemos ofrecer a los niños de hoy?
Majestades, estuvisteis muy acertados en la elección de los primeros tres regalos que llevaron a Belén; sin duda fue una inspiración del Espíritu Santo. Por esa razón, creo que esos presentes tienen una actualidad perenne, y no se les podría regalar nada mejor a los niños de estos tiempos modernos. No ofrecerles esos mismos obsequios, sería colaborar con Herodes, que ha cambiado la espada por los halagos, prolongando hasta nuestra era moderna aquella persecución, que resulta tan asesina como aparentemente incruenta.
Elegiría un turíbulo, no tan grande como el botafumeiro de Santiago de Compostela, simplemente por consideración a los camellos. Pondría en sus zapatos una corona, de esas que se consiguen a muy buen precio en las tiendas de viejo, esas que solo tienen clientes habituales entre los románticos que cultivan la estética cursi del “vintage”. Añadiría también un crucifijo, como esos tan bonitos, que antaño llevaban los misioneros, y que ahora arrancan los enemigos de las aulas, los hospitales, las asambleas y los caminos.
Desde el día de su bautismo Los niños son también hijos de Dios, “divinis consortes naturae”, por eso tenemos que ofrecerles el turíbulo para que arda el incienso solo para Dios Uno y Trino. Tienen que aprender del ejemplo de aquellos mártires que jamás quemaron incienso a los ídolos por no hacer esa ofrenda apóstata a Mitra, Júpiter y la pléyade de dioses del Olimpo. Ellos, por el contrario, prefirieron ofrendar su sangre solo a Cristo.
El mejor incienso les recordará siempre la sana doctrina para ayudarlos a no caer en el falso ecumenismo y a ofrecerle a Dios, en justicia y en verdad, el culto que le es debido. Ese turíbulo que inciensa el Altar de Dios en cada Misa, debe ser el símbolo de un corazón que arde de amor al altar, desde el cual sube a los Cielos su oración. También la asamblea queda inundada con el suave olor de Cristo, que prevalece sobre los olores nauseabundos de los peregrinos, expandiendo el aroma de sus virtudes, de su pureza angelical en esta sociedad corrompida por la sensualidad y el hedonismo.
Al Rey el oro, al Rey la Corona, que nada tiene que ver con el niño reyezuelo, déspota y malcriado, sino todo lo contrario porque «servir a Dios, es reinar». Al Rey el oro, y no a la banca en la que los usureros medran gracias a la pereza de aquellos que entierran sus talentos. Nada de egoísmos del hijo único, del niño solo, así querido y así buscado; que aprenda a vivir en sociedad, en un hogar que es republica de muchos hermanos.
Una corona que enseñe a los niños a amar el Trono, para que puedan amar, servir y vivir en una Patria. Una Corona que reconquiste la armonía que nos robaron las anarquías, una Corona que nos devuelva aquella unidad de la que nos privaron las democracias; de ese modo nuestras sociedades sin Rey se convirtieron en pueblos divididos, y fácilmente vencidos por los partidos malhadados. Una Corona que ante la sociedad es de espinas, una monarquía que ante los hombres es burla, una Corona y un cetro para que puedan ser señores de sí mismos, imponiendo sobre las pasiones el imperio político de la virtud. Por muchas razones más pondría en los zapatos de los niños una Corona que represente, que todos los talentos que han recibido, se ponen al servicio del que es Rey, pues para eso vino al mundo.
Así se hará realidad aquello que Él nos enseñó a pedir: «venga a nosotros tu reino», y de esa manera, los niños serán libres, sin caer en las trampas de aquellos que manipulan en su provecho la democracia, para que siempre sea elegido Barrabás y su séquito de bandidos, que a lo largo de estos últimos siglos le han sucedido elección tras elección. ¡Nefastos procesos electorales, siempre fatídicos para la Cristiandad, que ha quedado sepultada bajo el aluvión de las sucesivas revoluciones! Mientras nuestros niños no tengan una Corona para servir, no podrán tener una Patria que los cobije con su geografía que se fortalece y crece gracias a la Monarquía.
Altezas, pusisteis un cofre de mirra aquel día a los pies del pesebre, hoy pondría yo en los zapatos de los niños un pequeño crucifijo; para que amen más y más a Nuestro Señor, teniendo junto a si el signo de la Redención, para aprender a besarlo cada día. Que sepan lo mucho que vale su alma, lo cara que es la Redención y el peligro inminente de eterna condenación que corren quienes viven en pecado.
De este modo comprenderán el valor del sacrificio, porque los niños de hoy también deben ser redentores como lo fueron Jacinta, Lucia y Francisco, salvando muchas almas del fuego del infierno. Un pequeño crucifijo servirá para que amen y abracen su cruz cada día y sigan a Jesús, y su corazón será un día junto al trono celestial, un puñado de mirra.
Estas son algunas ideas, queridas Majestades, por las cuales consideramos que es urgente poner en los zapatos de los niños de hoy, lo mismo que pusisteis junto al pesebre ayer. Entonces fue oro, incienso y mirra, hoy son un turíbulo, una corona y un crucifijo. Sabemos que esos tres presentes están siempre plasmados, sencillamente, en esa divisa que a través de los siglos se ha trasmitido de padres a hijos: «Dios, Patria y Rey».
Rvdo. P. Don José Ramón García Gallardo, Consiliario de la Comunión Tradicionalista.