Hemos visto cumplida la amenaza lanzada por varias decenas de sacerdotes católicos alemanes, a pesar de la negativa del Vaticano a permitir las «bendiciones» de parejas homosexuales. Durante los días nueve y diez de mayo, un centenar de iglesias católicas del país germano han izado la bandera LGTB, al tiempo que transmitían blasfemos ceremoniales de aquiescencia a favor de uniones contra natura.
Seguramente, muchos católicos de buena fe no acabarán de dar crédito a estos sucesos, ni serán capaces de explicarse cómo se ha podido llegar a tal situación. Y, sin embargo, estas grotescas manifestaciones son perfectamente coherentes con la línea de la «filosofía» personalista, que durante decenios goza de curso legal en el seno de la Iglesia. Más concretamente, en el concepto de «persona» manejado por la corriente personalista, podremos encontrar la clave explicativa de lo acontecido estos días en Alemania.
Si hay algo que caracteriza al personalismo, es su afán por apropiarse la noción de libertad tal como es entendida desde el liberalismo, pues, a su entender, de dicha apropiación dependería que el mensaje evangélico pudiera estar a la altura de los tiempos.
Dicha noción de libertad, se traduce en la capacidad de autodeterminación esencial de los individuos, los cuales, dentro de las coordenadas del más genuino existencialismo, irían haciéndose a sí mismos a lo largo de sus vidas. Las relaciones sociales, los compromisos morales e, incluso, la presencia de Dios, lejos de ser vías de trascendencia, pasarían a ser materiales al servicio de la constitución de la persona, realidad ontológica última, dotada de dignidad intrínseca.
En este sentido, no cabe hablar de una ley natural dada, al margen experiencia interior de la persona, pues sólo la conciencia personal puede otorgar carta de naturaleza moral a los valores, en tanto estos son medios, precisamente, para autorrealización personal. El concepto de persona concebido por el personalismo, por tanto, se destaca como la realidad más esencial y el fin último. A su vez, se trata de una realidad que se va constituyendo a sí misma sin otro principio rector que el amor propio, de modo que el amor al prójimo o a Dios, sólo son valiosos por cuanto contribuyen a acrecentar ese amor propio que, insisto, no admite ningún principio externo constitutivo.
Aclarado este punto, se entiende perfectamente la leyenda recogida en las pancartas presentes en un centenar de templos alemanes: «¿ustedes se aman? Los bendecimos». No podría ser de otra forma, pues como venimos exponiendo, «la dignidad de la persona» según este enfoque, radica precisamente en el amor de sí, al margen de cualquier instancia superior. O dicho de otro modo, en la más vana autocomplacencia. Si esa autocomplacencia se logra a través de relaciones contra natura es lo de menos, pues para el personalismo, en definitiva, no hay más naturaleza que la persona decida darse.
David Avendaño Ramírez, Círculo Carlista Marqués de Villores de Albacete