Uno de los temas harto recurrentes en estas fechas son los infernales incendios forestales, cuyas devastadoras consecuencias en Grecia, Asia Menor, Túnez, España… copan los titulares de este verano. Cada año que pasa y aunque los servicios de extinción son muy buenos, los incendios salvajes son más extensos y destructivos, denominados megaincendios, en los que se queman millones de árboles seculares y mueren miles de animales y lo que es peor, muchas vidas humanas.
Diversos ecosistemas, sobre todo del ámbito mediterráneo y otros con épocas secas muy marcadas, se encuentran adaptados e incluso dependen de pequeños incendios periódicos. En estas áreas acostumbradas a la perturbación, el fuego promueve la diversidad de plantas y vida silvestre y quema las acumulaciones de material vegetal vivo y muerto (hojas, ramas y árboles). Sin embargo, lo que realmente sufrimos y que constituye un problema social y ambiental de primera clase es la extensión en los últimos tiempos de Grandes Incendios Forestales (GIF o megaincendios) de proporciones catastróficas, que dan lugar a pavorosas pérdidas ecológicas, económicas y humanas.
Desde el ancestral Fuero Juzgo hispanovisigótico, de raigambre romana y céltica, el uso descontrolado del fuego era severamente castigado y su prevención era de valor estratégico.
En las Españas, varios son los motivos causantes, pero uno de los principales es el desamparo total de grandes extensiones de vegetación, sobre todo en las regiones montañosas, como consecuencia del abandono total del territorio, vaciado de población y perdida de las medidas tradicionales de mantenimiento de los ecosistemas.
Para garantizar la conservación de estos valiosos recursos que brinda la naturaleza de modo continuado hay que tomar una serie de medidas o precauciones que eviten su agotamiento, sobreexplotación o destrucción. Para ello en la sociedad tradicional se siguen una serie de ordenanzas de regulación y control que evitan las talas excesivas, los incendios, el sobrepastoreo, y en general el agotamiento de los recursos a la vez que promueven el vigor de la vegetación y su productividad y la diversidad de especies y productos. Esto es consecuencia de la observación durante milenios de cómo los árboles y arbustos se desarrollan en cada lugar y cómo evitar que languidezcan y se sequen, pues comprometen el futuro mismo de la comunidad.
Entre las medidas tradicionales más destacadas es el mantenimiento de predios del territorio, resultando muy difíciles de quemar, prácticamente incombustibles. Una de las ordenanzas más auténticas era la obligación de la existencia de «rayas de fuego» o rayafuegos, es decir barreras en las que resulta imposible que el fuego las atraviese, que venían a ser eficaces cortafuegos y que ya aparecen en fueros muy antiguos. Estas se consiguen manteniendo ciertos tipos de vegetación como praderas húmedas, cultivos de regadío de huerto, viñedos y emparrados, dehesas libres de matorral pirófito, etc, desprovistas de maleza muerta y seca en verano. En Cataluña se llaman «coromines» a estas superficies limpias alrededor de pueblos, masías y bordes de montes, en los que el pastoreo intensivo de autóctonos burros, ovejas, cabras y vacas servía para su mantenimiento, así como la siega de herbáceas secas. Entre las tareas más importantes se incluye la poda conocida como «reguilar», en la que se cortan las ramas bajas de los arbolillos para conseguir una discontinuidad de combustible. De esta manera se favorece su desarrollo vigoroso a la vez que se evita que estos árboles se calcinen y mueran en un incendio forestal. En el último incendio de Navalacruz (Ávila) miles de enebros y robles carbonizados habrían sobrevivido si se hubieran reguilados, me comentó una ganadera de la zona.
Las plantaciones claras de castaños y alcornoques bien cuidadas también forman parte de los tradicionales «rayafuegos» y áreas claras de arbolado sin matorral y escarificadas o labradas ligeramente, que además favorece el crecimiento de estos árboles, para impedir la extensión de incendios forestales). Producen en otoño muchísimos hongos comestibles (Boletus primera clase, tanas, ou de reig o gorringo, etc).
Los viñedos son tradicionales barreras y muy conocidas para evitar la extensión del incendio descontrolado. En Canarias y en Cataluña se dice que «el vino apaga el fuego» pues los viñedos y emparrados cuidados, al no ser inflamables, impiden que el incendio forestal los atraviese, sirviendo de eficaces cortafuegos. Por eso el obligado abandono de muchos viñedos en España (por las imposiciones de la Unión Europea) ha sido especialmente grave. En numerosas regiones se permitía cultivar viñas en los montes comunales con áreas peligrosas, límites de términos, collados, etc. En el Rosellón y Montpellier (Reino de Aragón) nos han comentado que los consells locales han implantado últimamente viñedos de la ancestral variedad picapolla poco combustible, en colaboración con los expertos viticultores aborígenes, para evitar la entrada de incendios en sus montes.
La gestión de las zonas arbustivas (escobonales, brezales, jarales, piornales, etc) en forma de mosaico es la manera más eficaz de evitar los megaincendios, pues periódicamente las espesuras de matorral viejo y seco, que son un gran peligro y no sirven para el ganado o la fauna, se rozan o se rejuvenecen por las quemas controladas de pequeñas superficies. Para ello mediante trabajo comunal o hacendera, se congregaba a todos los vecinos para que vigilasen y controlasen la tarea y se repartían los productos obtenidos para combustible, cama para el ganado, etc.
En España peninsular este ancestral trabajo en comunidad se llama hacendera, facendera, facendeira, huebra, auzolan, auzalan, usalan (“usa” es monte comunal y “lan” trabajo en vascuence),… En otras localidades la tarea en común se llama: adra, andecha, hazafra, serna, sufra, esquisa, estaferia, esfoyaza, esbicha, maya, tornallom o siega. En las comunidades indígenas hispanoamericanas este trabajo vecinal comunitario y no remunerado se ha asumido desde el primer momento (sustituyendo a los pavorosos trabajos forzados por los incas y mexicas) y en Chihuahua y California lo llaman tequio y tequitl, en Oaxaca guelaguetza y de Colombia a la Argentina y Paraguay minga y minka. Es el símbolo tradicionalista del principio comunal y de subsidiariedad, completamente universal en las Españas hasta el advenimiento del liberalismo estatalista, desamortizador y destructor.
La aplicación del ganado rotacional con razas autóctonas era una de las bases tradicionales para conseguir que los bosques no se quemasen, en especial la trashumancia y trasterminancia tradicional que mantiene los pastos y el mosaico de flora y crea discontinuidades en la vegetación. Mantiene los habitats y especies amenazadas. Su desaparición total favorece desastres ambientales posteriores (megaincendios). Los equinos autóctonos (caballos y burros), como ganadería extensiva, son imprescindibles para mantener el monte menos combustible pues consumen hierbas muy duras, matorrales espinosos pirófitos, etc. De igual manera y en su justa medida los rebaños de ovejas merinas, ojaladas o cucas y sobre todo por las cabras, auténticos bomberos naturales que impiden la extensión del fuego por su ramoneo y limpia eficaz. También las montaraces vacas gallegas, alistanas y asturianas, negras castellanas y andaluzas, monchina y betizu vasca, murcianas, catalanas de la Albera, etc. Como escribían ya dos sabios hace casi medio siglo los honorables ingenieros de montes Abreu, J. M.y Montserrat, P. (1975): «No existe mejor cortafuego que un pasto bien aprovechado con pastoreo de razas indígenas».
Como no se apliquen urgentemente algunas de estas ideas para evitar los devastadores megaincendios, empleando medios técnicos actuales, corremos peligro real de que aumenten más si cabe.
Juan Andrés Oria de Rueda de Salgueiro. Círculo Matías Barrio y Mier de Palencia.