Es curioso que tal sea el título de un tratado sobre la revolución. Lo que haría pensar que ni Marx ni Jesucristo caracterizan a la revolución. Lo segundo es cierto, puesto que nada hay más contrario a la revolución que la doctrina cristiana, defensora ante todo del orden en la Creación y en la sociedad, como lo hay también en el Cielo. Sorprende más que no proceda seguir a Marx al hablar de revolución. Veamos por qué.
El autor del ensayo, publicado en 1970 (y traducido al español un año más tarde), es Jean-François Revel, escritor francés de ideología liberal. Esto ya nos da una pista sobre los motivos del nombre elegido para el texto: para él, la transformación social no debe basarse ni en el marxismo ni en el cristianismo. Una vez más, consideramos lógico el desprecio por el modelo de la Iglesia, toda vez que Revel es ateo, posición bien coherente con su credo liberal.
Mas vuelve a sorprender la evitación del ideólogo de Tréveris por parte de quien hasta aquel momento se había considerado socialista. Como ejemplo de que Marx, en calidad de revolucionario, era menos eficaz a largo plazo que los liberales, cita su concepción sobre la India, para la que el imperialismo colonial británico fue muy beneficioso «al arrancar a aquel pueblo de su letargo», en palabras del autor del Capital. Tampoco Mao fue un revolucionario en el sentido profundo de los liberales; su Revolución Cultural se limitó, en realidad, a una depuración.
De hecho, la tesis del libro es que sólo ha habido dos grandes revoluciones, ambas de signo liberal. La primera es la producida en Inglaterra, Francia y los Estados Unidos con la consiguiente caída del antiguo régimen en el siglo XVIII, proclamando la libertad de pensamiento, la libertad de prensa, la libertad de culto, la libre difusión de la propiedad privada y la proclamación de la soberanía nacional expresada a través del sufragio. Estas libertades liberales operarán, además, como requisito previo para la segunda revolución; ésta no sería posible de no garantizarse las referidas innovaciones, correspondientes a la primera.
Creo que acierta Revel cuando coloca a las tres naciones occidentales bajo el mismo pabellón revolucionario. Aunque cada caso posea sus accidentes, sustancialmente se trata de un terceto de movimientos triunfantes de signo liberal. Revel pasa por alto la previa revolución protestante, consabido antecedente del liberalismo, porque insistimos en que el ateísmo del autor le lleva a ignorar toda consideración religiosa en favor de una orientación sociológica materialista. Suponemos que por igual motivo no menciona a la siniestra abuela de todas las revoluciones, la liderada por Lucifer después de la creación de los ángeles.
La segunda gran revolución, para el socialista y liberal Revel, no es la soviética de 1917, sino que en realidad todavía estaba por venir a la altura de 1970; él la sitúa en los Estados Unidos, aun a pesar del triunfo popular de Richard Nixon en 1968 (y otra vez en 1972). Y acertó, puesto que dicha revolución ha acontecido ya, a día de hoy, y fue originada, en efecto, en la nación norteamericana: se trata de la consecución de la «libertad ideológica, cultural y moral completa, destinada a asegurar la felicidad individual mediante la independencia y el pluralismo de elección».
Los Estados Unidos, con su sistema político existente desde el mismo instante de su independencia como nación, caracterizado por la «diversidad en la coexistencia de numerosas subculturas complementarias o alternativas» (el llamado melting-pot) permite con las máximas garantías el triunfo de la segunda revolución. Por el contrario, en Europa se encuentran todavía vestigios de la tradición grecorromana y católica, dificultando la plena mutación que la segunda revolución supone (como no sea por imitación del modelo americanista, naturalmente con los ajustes que procedan).
El antecedente inmediato de la segunda revolución es la jurisprudencia estadounidense; otra vez aparece el sello norteamericano en la marca de fábrica revolucionaria. Antes incluso que la Corte Suprema encontrase un derecho a la privacidad habilitante del aborto voluntario en la famosa sentencia Roe v. Wade de 1973, el 7 de abril de 1969 se había declarado ya inconstitucional «toda ley que tratase de prohibir la lectura privada de libros obscenos o la proyección privada de películas eróticas». Son los más altos magistrados estadounidenses quienes generalizan la carta de naturaleza legal a la subversión de las costumbres.
«El sexo no es obsceno, la guerra de Camboya es obscena», sería uno de los eslóganes de ese trastorno moral ya inicialmente juridificado y difundido desde el otro lado del Atlántico. El poder ejecutivo norteamericano seguiría al judicial, por mor de la Comisión presidencial creada para el tratamiento de la pornografía que empezó a consumir libérrimamente la nación, a resultas de la imposibilidad constitucional de prohibirla. Dicha Comisión llegaría a concluir que «los temores según los cuales las revistas, libros o películas de carácter erótico favorecerían los atentados al pudor y constituirían un peligro moral para la juventud están desprovistos de todo fundamento».
Los primeros signos sociales visibles se perciben en las huelgas estudiantiles previas al movimiento hippy, descritas en la película de 1970 The Strawberry Statement, en la que por cierto una pelirroja entusiasmada con el asalto universitario en San Francisco realiza un comentario procaz sobre las preferencias de Lenin acerca de las mujeres, que seguramente no pasaría la censura del feminismo actual.
Por el contrario, Lenin se opuso a que la revolución bolchevique se entretuviese en la metamorfosis de las costumbres y de la sexualidad. En correspondencia con la comunista alemana Clara Zetkin, el terrorista ruso escribió lo siguiente: «He oído que los problemas sexuales constituyen igualmente un objeto favorito de estudio por parte de vuestras organizaciones de jóvenes… Ello es particularmente escandaloso, particularmente peligroso para el movimiento juvenil. Esos asuntos pueden contribuir fácilmente a excitar de forma extrema y a estimular la vida sexual de determinados individuos, así como a destruir la salud y la fuerza de la juventud… Los excesos de la vida sexual son un signo de degeneración burguesa. El proletariado es una clase en ascenso, que no tiene necesidad de ser embriagado o ensordecido ni excitado».
También en la zona roja durante la Cruzada española de 1936 a 1939 se produjeron múltiples casos de amor libre, pero los líderes socialistas como Pablo Iglesias Posse o Francisco Largo Caballero seguían defendiendo, en coincidencia con la moral natural, su oposición expresa a la homosexualidad.
En la segunda revolución, la sexualidad primero se libera de toda atadura, moral o legal; y luego se banaliza, con el fin de normalizar y generalizar las aberraciones, impensables en el orden cristiano (y no toleradas en el comunista, según se ha visto). Ya en 1968, mediante su película Lonesome Cowboys, el artista Andy Warhol retrató una orgía pederástica como parodia del género western, incurriendo en groserías incalificables, que suelen pasarse por alto a este tipo de mitos degenerados.
De forma muy interesante, Revel reconoce que en un sistema liberal como es el caso de los Estados Unidos, se concede a los ciudadanos «algunas libertades aparentes», pero lo que en realidad predomina es «la manipulación invisible de la opinión por los medios de comunicación de masas». El estado moderno puede manipular la opinión fácilmente. El canadiense McLuhan destaca en el análisis de este fenómeno durante la segunda mitad del siglo XX.
Por otra parte, nuestro autor vuelve a acertar plenamente cuando explica que el liberalismo conduce progresivamente al socialismo. Primero con experimentos al estilo del socialismo sueco («capitalismo bajo gobiernos socialistas»), desarrollado luego en España bajo el tándem de los oportunistas González y Guerra; más luego, con dosis más o menos fuertes de socialismo, en todos los sistemas liberales. En la sociedad liberal se percibe una tendencia a la socialización inherente a la proclamación de la igualdad. (Continuará)
Miguel Toledano, Círculo Antonio Molle Lazo de Madrid.