La siesta

La siesta en el jardín. Sorolla

Hacer siestas regulares aumenta el riesgo de ictus, según se explica un estudio publicado en la revista Hypertension, de la American Heart Association. Así lo afirma la doctora Phyllis Zee, directora del Centro de Medicina Circadiana y del Sueño de la Facultad de Medicina Feinberg de la Universidad Northwestern de Chicago: «Los resultados demuestran que la siesta aumenta la incidencia de la hipertensión y las apoplejías, después de ajustar o tener en cuenta muchas variables que se sabe que están relacionadas con el riesgo de enfermedades cardiovasculares y accidentes cerebrovasculares».

Este informe contradice a otro publicado por la NASA después de una investigación realizada durante los años 80 y los 90 entre varios los pilotos de aviones. El objetivo de la NASA era descubrir si realmente la siesta tiene tantos beneficios o no. Hicieron dos grupos: unos dormirían una siesta de 40 minutos durante varios días y otros no. Con ello, demostraron que la actividad cerebral de los pilotos que dormían era mucho mejor y más ágil que la de los que no la dormían.

Redacto el presente escrito en la sobremesa y con el mismo esfuerzo que Sancho refería a la duquesa (Capítulo XXXII de El Quijote) pues «aunque era verdad que tenía por costumbre dormir cuatro o cinco horas las siestas del verano, por servir a su bondad él procuraría con todas sus fuerzas no dormir aquel día ninguna». Haré, entre bostezos y cabezadas, memoria de esta joya hispana, crisol de nuestro Siglo de Oro, pilar de la Hispanidad, remedio saludable y patrimonio inmaterial que el español reivindica orgulloso.

Realmente se trata de una defensa innecesaria frente a alguien que se apellida «Zee» y enseña en Chicago.

El origen de la siesta hay que buscarlo en la hora sexta romana, momento del día en el cual ya los romanos solían descansar y dormir. Este tiempo era el mediodía, abarcando las horas de más calor. De ahí que «sextear» o «guardar la sexta» se haya convertido en «sestear», «guardar la siesta» o «echar la siesta».

Pero centrémonos en España y remontémonos al siglo XI. Una de las normas de la orden monástica de San Benito obligaba a acostarse en total silencio durante la hora sexta, entre las dos y las tres de la tarde, para retomar fuerzas para el resto de la jornada. Costumbre que los fieles asimilaron rápidamente, en vista de sus beneficios para la salvación del alma y descanso del cuerpo.

Es un sueño reparador que acrisola grandes gestas, como se sugiere en el «romance de Don Rodrigo de Lara» (Anónimo)

A cazar va don Rodrigo, y aun don Rodrigo de Lara:

con la gran siesta que hace arrimándose ha a una haya,

maldiciendo a Mudarrillo, hijo de la renegada,

que si a las manos le hubiese, que le sacaría el alma.

Tampoco nada hay más tentador que una buena siesta, como se refiere en el «romance de la gentil dama y el rústico pastor» (Anónimo)

Ven acá, el pastorcico,

si quieres tomar placer;

siesta es del mediodía,

que ya es hora de comer,

si querrás tomar posada

todo es a tu placer.

Hay que dormirla con tino y con los asuntos arreglados, porque al despertar puede haber sorpresas, como en éste de la «seducción de la Cava» (Anónimo)

Fuese el rey dormir la siesta,

por la Cava había enviado;

cumplió el rey su voluntad

más por fuerza que por grado,

por lo cual se perdió España

por aquel tan gran pecado.

La malvada de la Cava

a su padre lo ha contado.

Don Julián, que es traidor,

con los moros se ha concertado

que destruyen España

por le haber así injuriado.

No se queda atrás Lope de Vega, siglos después:

Estaba el sol ardiente

una siesta de mayo calurosa,

aunque amorosamente,

plegando el nácar de la fresca rosa…

Cuando la siesta es costumbre inveterada, ni el tronar despierta. Lean «Santa Escolástica», de  Rosalía de Castro

Soplo mortal creyérase que había 

dejado el mundo sin piedad desierto,

convirtiendo en sepulcro a Compostela.

Que en la santa ciudad, grave y vetusta

no hay rumores que turben importunos

la paz ansiada en la apacible siesta.

Y sentencia Unamuno, con certera definición en «Todo pasa»

la tierra roja, el cielo añil, culmina

el sol desnudo en el zenit y asesta

sus dardos; es la hora de la siesta;

se empardece el verdor de la colina.

Cómo olvidar la niñez, en casa de los abuelos, con su plato grande y su vejez inmensa, que se lee en «La siesta» (de Reissig)

No late más un único reloj: el campanario,

que cuenta los dichosos hastíos de la aldea,

el cual, al sol de enero, agriamente chispea,

con su aspecto remoto de viejo refractario…

A la puerta, sentado se duerme el boticario…

En la plaza yacente la gallina cloquea

y un tronco de ojaranzo arde en la chimenea,

junto a la cual el cura medita su breviario.

Todo es paz en la casa. Un cielo sin rigores,

bendice las faenas, reparte los sudores…

Madres, hermanas, tías, cantan lavando en rueda

las ropas que el domingo sufren los campesinos…

Y el asno vagabundo que ha entrado en la vereda

huye, soltando coces, de los perros vecinos.

Y es que, como decía Sosa, tras el almuerzo, toca «La siesta»

Tras el regio festín de la mañana

de aromas, y de luz, y de armonías,

parece que á tan dulces alegrías

natura, tregua, por brindar se afana.

Placer divino, premonición de quimeras es «La Siesta» para los hermanos Álvarez Quintero:

Luz del alma ilumina su rostro hermoso:

se encienden sus mejillas, tiembla y sonríe,

y más con lo que sueña su amor se engríe,

y es cada vez su aliento más anheloso…

Murmura luego su nombre: nadie contesta…

Abre sus ojos negros con mudo espanto,

y al ver de sus quimeras roto el espanto

volviendo al sueño dice: ¡Bendita siesta!

Y volaremos, alto, después de esta española siesta «En el castillo de Salvatierra» (Carolina Coronado):

Iremos con el alba al alto cerro,

iremos con la siesta al hondo valle,

para que el sol al descender nos halle

cansadas de volar en nuestro encierro.

Ars longa, siesta brevis!

Roberto Gómez Bastida, Círculo Tradicionalista de Baeza