Las convocatorias de Cortes por los Reyes legítimos españoles (I)

Iglesia del antiguo Monasterio de San Jerónimo El Real, Madrid. Sede de las solemnes ceremonias de las juras de los Procuradores a los herederos de la Monarquía Católica como Príncipes de Asturias, desde la de Felipe II (1528) hasta la de la ilegítima Isabel, hija de Fernando VII (1833), jurando en esta última la mayoría de los Procuradores (según apunta Antonio Aparisi y Guijarro) mediante una fórmula en la que se añadía la cláusula «sin perjuicio de mejor derecho».

En los relatos fantasiosos de los liberales historicistas o tradicionalistas, propalados desde los tiempos del constitucionalismo gaditano en adelante, se nos presenta un panorama en donde, al parecer, las Cortes de Castilla, supuesto antiguo valladar jurídico frente al poder legal de los Reyes, habría comenzado a ser desvirtuado en su función «limitadora» de la facultad legislativa monárquica a raíz de la llegada de la dinastía extranjera de los Austrias, situación que no vendría sino a continuar con los Borbones hasta desembocar en un marco en donde aquella antaño respetable y fuerte institución se habría convertido poco menos que una reliquia cosmética. Unos sitúan la «debacle» en tiempos de la rebelión de las Comunidades; otros con ocasión de la celebración de las famosas Cortes de Toledo de 1538-39, a las que considerarían como las últimas desarrolladas «a la vieja usanza».

En todo caso, con independencia de una fecha concreta de inicio, todos estaban de acuerdo en que, desde Carlos I, las Cortes castellanas fueron perdiendo su pretendida antigua eficacia de contrapeso frente a la potestad legislativa del Rey, y alegan como ejemplo probatorio indiscutible el hecho de que su convocatoria fuese disminuyendo cada vez más, hasta llegar al caso extremo del reinado de Carlos II en que ni siquiera llegaron a celebrarse, limitándose los Monarcas borbónicos, a su vez, a reunirlas únicamente con ocasión del juramento del Príncipe heredero.

Ningún revolucionario tuvo el atrevimiento de situar el momento de esa pretensa «ruptura de la tradición político-constitutiva castellana» en la época de los Reyes Católicos: la indudable aura de prestigio de éstos impedía a los liberales perpetrar semejante insensatez, contraria a sus planes de presentarse a la opinión popular como supuestos «restauradores». Sin embargo, si tuviéramos que juzgar a partir del criterio que ellos blandían para «demostrar» la existencia de esa «brecha» en la Historia sociopolítica castellana, habría que concluir que fue precisamente en los tiempos del reinado de Doña Isabel I (1474-1504) donde encontramos reflejados esos rasgos que los liberal-tradicionalistas (¿o no sería mejor llamarles simplemente tradicionalistas a secas?) presentan como característicos de la «nueva realidad absolutista». Hagamos la comparación entre su reinado y el de los Reyes borbónicos (quienes, en la lógica de los liberales «restauradores», habrían de representar el caso más extremo de todo el proceso de «fractura» trisecular de la tradición política). Es evidente el hecho de que desde Felipe V a Fernando VII, los Reyes legítimos, salvo contadas excepciones, se limitaron a convocar las Cortes con ocasión del juramento del Príncipe de Asturias. No decimos que la convocatoria tuviera exclusivamente esta finalidad, pues en ellas se trataban otras muchas cosas, sino que ésa era la circunstancia primordial que se aprovechaba para la citación de las Cortes (exceptuando, claro está, el caso del Rey Fernando VI, quien, como es sabido, no tuvo descendencia). Es así que Felipe V emplazó las Cortes de 1709 en Madrid para la jura del Príncipe D. Luis, y las de 1724, también en Madrid, para la jura de D. Fernando; Carlos III congregó las Cortes de 1760 en Madrid para la jura de su hijo D. Carlos; este último reunió las de 1789 en Madrid para la jura de D. Fernando; y, por último, la «Gobernadora» María Cristina juntó las Cortes de 1833 en Madrid para la jura como heredero, no de D. Carlos M.ª Isidro (como debiera haberse hecho), sino de Isabel, la primogénita del ya por entonces incapacitado y moribundo Rey Fernando (bajo cuyo nombre se perpetraba toda esa traición).

Dado el escaso número de Cortes, es lógico que la mayoría de las Leyes que el Rey sancionaba se elaboraran fuera de aquéllas, recurriéndose normalmente a la aprobación de Pragmáticas o Decretos. Pues bien, todo este conjunto de prácticas y usos en el Gobierno y Legislación de los Reinos y Señoríos, ¿podría considerarse como una radical o substancial desviación con respecto a aquella otra presunta forma con que –según los revolucionarios tradicionalistas–, se conducían en su principado nuestros ancestrales Monarcas hasta los gloriosos días de los Reyes Católicos inclusive? Insistimos en que hablamos de la forma (que es en lo que se fijan los liberales), no en el contenido (en donde sí podríamos entrar a opinar, si se quisiera, en si unos y otros lo hicieron mejor o peor, pero que no constituye nuestro tema). En base a este criterio, creemos que los liberales-historicistas se encuentran en un apuro, pues observamos también que, en el reinado de Isabel I, al igual que ocurría con los Borbones, sólo se convocaban Cortes, salvo alguna contada excepción, con motivo del juramento del Príncipe heredero. Cierto que fueron numerosas las veces en las que se juntó a las Cortes bajo el correinado de Isabel I y Fernando V (1474-1504), pero la razón es muy sencilla: por tenerse que jurar diversas veces al Príncipe o Princesa de Asturias como consecuencia de los varios y sucesivos fallecimientos que se producían entre éstos.

(Continuará)

Félix M.ª Martín Antoniano