De la soberanía (VIII)

Publicamos la transcripción de la octava parte de la serie sobre la soberanía, que continua con unas reflexiones sobre el origen del poder, que no reside en una supuesta voluntad popular, sino en Dios, que crió al hombre en estado de sociedad.

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Después de las observaciones que quedan hechas, ocurre preguntar: si la soberanía del pueblo no es el origen del poder, ¿de dónde se deriva éste? El poder no tiene origen; es coexistente a la sociedad, nace con ella, la forma, la anima y la sostiene. Donde quiera que se reúnen dos hombres, allí hay un poder: el más débil por su complexión física, o el de menos inteligencia, obedece, y el otro manda: he aquí el poder. De modo que éste, considerado en sí mismo, no es un derecho primordial reconocido a priori; es más bien un hecho que domina y dirige el mundo. El célebre Cuvier enunció esta verdad en las palabras siguientes: «el poder nace de la fuerza y se conserva por el hábito». La historia del género humano nos lo está comprobando en todas sus páginas.

Efectivamente, cuanto nos refiere de los pueblos cultos, confirma la idea de que el poder debió su origen, o a la superioridad física, o a la superioridad intelectual, y nunca a la expresa voluntad del pueblo. Subamos a los más antiguos gobiernos, no monárquicos, sino populares, empezando por las tan decantadas repúblicas de la Grecia. Y ¿qué es lo que hallamos en aquellas naciones al principiar los tiempos históricos? Lo primero que vemos son unos estados independientes, gobernados por reyes semejantes al conductor de una colonia, como Inaco, Foroneo, Cécrope y Cadmo. ¿Cómo adquirieron la potestad que ejercían? Como la adquiere el jefe de una cuadrilla de bandoleros, haciéndose caudillo de los suyos, bien por ser el más fuerte, bien por aventajarlos en capacidad, osadía, riqueza u otras propiedades. Todas aquellas monarquías se convirtieron luego en repúblicas más o menos democráticas; y ¿cómo se hizo esta mudanza? ¿Se consultó la voluntad del pueblo? Lo que hallamos en todos es que unos cuantos ciudadanos poderosos, mal avenidos con la dominación de sus reyes, aprovecharon una ocasión para apoderarse del mando. Dueños de éste, formaron un gobierno aristocrático, el cual se inclinó luego a la democracia, hasta que después de mil vicisitudes vino aquel continente a ser presa de un conquistador afortunado.

Fijémonos más particularmente en la república de Atenas, la más culta y la más filosófica de todas. Se instituyó allí la monarquía absoluta por Cécrope; la modificó Teseo; fue convertida en arcontado vitalicio de uno solo a la muerte de Codro por el manejo de los ricos; se transformó luego en arcontado anual de nueve ciudadanos principales; degeneró después, a impulso de las facciones, en desenfrenada democracia; y aunque mejorada algún tanto por Dracón y Solón, este último, antes de morir, vio usurpado el poder supremo por el ambicioso Pisístrato, cuya tiranía pasó por herencia a sus hijos. ¿Qué parte tuvo el pueblo soberano en estas metamorfosis políticas? Ninguna más que ser el juguete, la víctima y el ciego instrumento de unos cuantos revoltosos. ¿De quién recibieron el poder los diferentes jefes de aquel Estado? De ninguno. Desde el momento que se elevaron sobre los demás, se hicieron poder y comenzaron a mandar.

Fue por tierra la tiranía de los Pisistrátidas, y volvió el gobierno popular; mas ¿quién le derribó y estableció la forma republicana? ¿Fue acaso la voluntad del pueblo, el voto público y solemne de los gobernados? Nada menos que eso: se debió este trastorno a la conjuración de los inmundos asesinos Harmodio y Aristogitón, dos héroes de puñal, a quienes han querido deificar los revolucionarios. Pero lo más particular es que esta fazaña no fue inspirada por el amor de la libertad, sino por unos celos nacidos del amor más criminal. Y no fue a Hipias (este era el príncipe o tirano) a quien mataron los dos nunca bastantemente encomiados libertadores de Atenas, sino a su hermano Hiparco, con cuya muerte, lejos de acabarse la tiranía, se hizo más dura y terrible, pues Hipias, que hasta entonces había gobernado con dulzura, prudencia y virtud, según Tucídides, se volvió más suspicaz en vista de la conjuración, de la muerte de su hermano y del peligro que él mismo había corrido. Cierto que cayó luego del trono; mas no fue por causa de este inútil asesinato, sino por la rivalidad de la poderosa familia de los Alemeónidas sostenida por las armas de los lacedemonios. Recobraron los atenienses con tal suceso una aparente libertad, que sin interrupción fue comprimida por los demagogos, hasta que Lisandro les impuso los treinta tiranos, de los cuales se liberaron al cabo de un tiempo, no por el voto popular ni por su propio esfuerzo, sino por los resentimientos y la audacia de Trasíbulo y otros cuantos desterrados, para que, juguetes y víctimas de las facciones que le disputaban el mando, vinieran luego a caer bajo el yugo de los reyes de Macedonia y a sepultarse después en el océano del basto imperio de Roma. Y ¿quién dio a los jefes que después de Hipias dominaron en aquel Estado la potestad de mandar a sus conciudadanos? La intriga, la superchería y la fuerza; de modo que al pobre pueblo no le quedaba más arbitrio que resignarse a sufrir la forma de gobierno y la autoridad suprema que se estableciese.

Vengamos ahora a la república romana. Sabido es que los primeros habitantes de Roma fueron unos bandidos, guiados por un capitán llamado Rómulo, a quien ninguno dio facultades para dirigirlos. La monarquía por él creada fue destruida por otra venganza amorosa, más noble y ciertamente más legítima que la de Harmodio y Aristogitón; pero al fin una venganza, y no el pueblo, que tuvo que resignarse a pasar por lo que dispusieron los orgullosos patricios que deseaban el mando. Se tornó la república en monarquía, y tampoco se hizo este cambio por la libertad del pueblo, sino por una usurpación sostenida por las armas y coronada por la victoria. De suerte que la soberanía de los infelices romanos estuvo reducida por espacio de siete siglos a obedecer, sufrir y venderse a quien mejor les pagaba. Siendo tan triste su condición, ¿habría, por ventura, entre los muchísimos que aspiraron al mando supremo y lo obtuvieron, uno solo a quien ni siquiera se le ocurriese ser necesaria para ejercerle la voluntad de los individuos que iban a ser gobernados? Seguramente que no.

La repúblicas de Venecia, Génova y otras menos conocidas, que del gran imperio romano se formaron al lado de las nuevas monarquías, no debieron su origen sino al arrojo de una cuantas familias nobles que, escapadas de la devastación universal de Italia, quisieron establecer en miniatura un simulacro del antiguo Senado a que habían pertenecido. La Suiza llegó a hacerse independiente y a gobernarse por leyes propias, sustrayéndose de la dominación de la casa de Austria, por la imposibilidad en que una multitud de circunstancias pusieron a ésta de subyugar a sus rebeldes vasallos. ¿De quién obtuvieron la potestad de gobernar los jefes de aquéllos Estados? Los fundadores, que fueron los primeros a ejercerla, la recibieron de sí mismos; pues como caudillos de los pueblos que conducían, establecieron la forma de gobierno que más les agradó, y dirigieron a sus gobernados por el tiempo y de la manera que fue su voluntad, sin que se curasen de consultar al pueblo sobre el asunto. El pueblo, sumiso y obediente, se acomodó a las leyes que se le dieron, y acostumbrado a respetarlas, nunca descendió a indagar si era o no legítimo el poder que las dictara.

Esta es la historia de las naciones conocidas, y este el principio de su gobierno. De este modo se forma el poder, el cual, según queda demostrado, no nace de la voluntad de los hombres, sino que emana invisiblemente de la naturaleza humana como por una especie de transpiración permanente. Es el alma de la sociedad y la condición necesaria de su existencia. En este sentido puede decirse que procede del derecho divino. Sí, del derecho divino; porque la sociedad es un estado para el cual Dios crió al hombre: no puede haber sociedad sin un gobierno único y fijo, ni gobierno sin la existencia de un poder legítimo (llámese rey, emperador o presidente). Luego por necesidad hay que reconocer que este poder es de naturaleza divina, como la sociedad de que procede, y a la que da vida y dirección.

(Continuará)

LA ESPERANZA