Brindemos por el suicidio demográfico

Fotograma de «The Philadelphia Story», Historias de Filadelfia (1940)

Siempre se ha dicho, con más mala idea que respeto a la verdad, que un clavo saca otro clavo y, en una aplicación derivada particularmente decadente, que la resaca de un tipo determinado de alcohol se supera ingiriendo otro. Eso fue lo que debió de pensar el simpático Sr. Connor (James Stewart) de la nunca lo suficientemente alabada Historias de Filadelfia. Con una curda de espanto, mediado ya el sarao prenupcial en casa de los Lord, tras explicar con cierto patetismo algunos de los sorprendentes efectos de su festiva merluza, no tiene otra ocurrencia que preguntarle a su interlocutora, la bellísima y bastante insoportable Tracy Lord (Katharine Hepburn):

«¿Se me pasará si bebo más champán?».

Estando yo en estas razones ―aún no etílicas―, me puse a pensar y llegué a la conclusión de que el principal cambio (duradero) que ha introducido en nuestras vidas la pandemia covidiana –aparte de la ya sempiterna mascarilla, de la que no voy a volver a hablar― ha sido devolver a las gentes la conciencia de algo que, sin embargo, por no haber dejado nunca de ser connatural a la vida humana, no pertenece a la categoría de cosas que puedan ser inocentemente pasadas por alto. Me refiero al no-tan-inusual fenómeno de la muerte: Palmarla, estirar la pata, irse a criar malvas, al otro barrio, doblar la servilleta, diñarla, pasar a mejor vida, en fin, fallecer es algo por lo que todos deberemos pasar, al menos una vez en la vida. No se rían, los hay que se han muerto una vez, los han enterrado y después han tenido que pasar por el tedioso proceso de morirse de nuevo, metidos ya en el cajón de pino. Hay cosas peores que el Covid, ¿eh? 

Últimamente en ciertos foros de los denominados «conspiranoicos» se está hablando mucho de estadísticas de mortalidad, con referencias constantes a un siniestro indicador de no sé qué siniestra organización y que tiene en común el nombre con el de un conocido personaje de Michael Ende que, a su vez, también se las veía con ciertos siniestros personajes que trataban de extirpar del universo mundo el tiempo perdido y, con él, la felicidad, pero ésa es otra historia. Parece, efectivamente, que el tal MOMO (el indicador) refleja unas cifras de defunción tan altas o incluso más para la temporada veraniega del año en curso que en el mismo periodo de los años locos de la gripe esta con ínfulas que llegó de China.

Cabe, sin embargo, hacer una precisión preliminar. Y es que el sintagma «exceso de mortalidad» puede entenderse, al menos, en dos sentidos. Es uno el puramente estadístico, frío, burocrático: hay más muertos en un periodo de tiempo x de los que cabría esperar, habida cuenta de las circunstancias. Es otro el que pulula en las mentes inocentes de muchos de nuestros contemporáneos, producto sin duda del inexplicable olvido al que hacíamos referencia más arriba: «exceso de mortalidad» como sinónimo sintético de «exceso de aptitud biológica para dejar de vivir» porque, ¿no habíamos quedado en que los avances médicos iban a hacer próximamente posible el vivir para siempre? Sí, exagero: nadie en su sano juicio considera que estemos en vías de alcanzar la inmortalidad y, sin embargo, un número preocupante de personas considera que el «momento normal de morirse» retrocede a pasos agigantados. ¡En serio! Hay quien lamentará oportune et importune el fallecimiento de su tío Casildo que estaba «en la flor de la edad» ¡a las 85 primaveras! El único requisito para poder morirse es estar vivo y la famosa «esperanza de vida» no es ni un contrato ni un derecho y tiene bastante poco en común (en especial, no está en absoluto divinamente garantizada) con la virtud teologal. Es un mero indicador. Como el MOMO, sólo que menos terrorífico.

No vamos a aburrirnos con cifras ni gráficas, sobre todo porque desde instancias oficiales ya se ha reconocido por activa, pasiva y perifrástica que, en efecto, hay más muertos en esta temporada de bajamar vírica que en la «primera ola». Lo que nos interesa son las posibles explicaciones.

Las conspirativas y conspiranoicas ya las conocen. La distinción terminológica no es, por cierto, baladí: decir que la Revolución Francesa fue preparada en gran parte por las logias masónicas no es, a fuer de teoría conspirativa, faltar en absoluto a la verdad histórica. Decir que las pirámides de Egipto las construyeron unos seres verdes que llegaron a la Tierra en un platillo volante, es un síntoma claro de conspiranoia aguda. Mucha gente se puso muy nerviosa con unas estadísticas más o menos tortuosas que trataban de señalar el vínculo entre número de vacunados y exceso de mortalidad, especialmente en los países más covidresponsables. Yo sólo me puse nervioso con el desmentido que, si no recuerdo mal, venía de la propia OMS: «No, alarmistas locoides: mirad nuestras estadísticas: la correlación entre muertos durante el verano de 2022 y pacientes con la pauta completa de tres dosis de la vacuna es inferior al 0,1%». Ya, pero ¿quién ha hablado de pauta completa? ¿Por qué sólo nos desmienten el vínculo entre muertes extrañas y vacunados con la pauta completa? No son maneras de tranquilizar a la población.

Otra respuesta, oficialísima ésta, es que las elevadísimas temperaturas registradas en toda Europa durante los meses de Julio y Agosto han provocado una consiguiente ola de muertes por golpe de calor. Mis conocimientos de meteorología no son lo bastante amplios, lo reconozco, para emitir un juicio válido sobre cuán anormal sean 45°C en Madrid en plena canícula estival. Pero en mi tierra a eso siempre se le ha llamado «verano» y, siempre en mi tierra, la gente suele tener el suficiente sentido común para, en tales circunstancias, no salir a la calle a las dos de la tarde ni ponerse a hacer footing sin sombrero. Es más, la mayor parte de la gente que conozco y que me merece algún tipo de respeto no hace footing en absoluto. Si me dijeran, empero, que una ola de calor sahariano ha sembrado el terror y la muerte en Islandia, lo podría entender mejor, porque los islandeses no tienen una experiencia lo suficientemente aquilatada en veranos mesetarios como para, viendo que fuera hace un calor de encender el pelo, quedarse a la sombra haciendo la siesta. Pero que cientos de españoles se hayan dejado sorprender por temperaturas, es cierto, algo más altas de lo habitual me parece, distinguidas autoridades, que es llamar imbéciles a los españoles sin pudor ninguno.

En fin, los hechos son que España pierde población a gran velocidad porque, con vacunas o sin ellas (y parece que con pautas completas, lo que sí está fuera de duda son las dificultades para concebir), las familias cada vez son menos numerosas –en ambos sentidos―; que una población especialmente envejecida se ha visto diezmada, sin vacunas y con ellas, por una epidemia que llegó de Oriente (como los Reyes Magos y me parece una lástima que nadie haya pensado en llamar a las tres dosis Melchor, Gaspar y Baltasar);  por un Sol de justicia que, como todos los soles, sale por el Oriente, también; y, además, entre tanta tontería, por una simpática ley de muerte digna (que la de Covid  y la de golpe de calor no lo deben de ser) que llegó a las Españas de acá, en pleno escándalo por las morgues-pista de hielo de la Comunidad de Madrid. Con paso quedo pero resuelto.

En cualquier caso, para paliar el invierno demográfico (¿pero el problema no era el verano…?), la receta de nuestros ilustres gobernantes es triple: más muerte de bebés, más muerte de viejos y más promoción de las uniones carnales no productivas.

Yo aún no me he puesto a beber para celebrar semejante abundancia de buenas noticias; pero invitaría con gusto al ínclito Doctor Sánchez a compartir unas cuantas botellas conmigo:

«―Señor Presidente: nuestras mujeres no tienen hijos y los que tienen los abortan; los viejos se nos mueren y los que no se mueren, los matan Vds.: España se está quedando vacía… ¿Se le pasará con más leyes de la muerte?».

G. García Vao