Tómate tu tiempo (III): Las cosas que hace el señor Poppins

Fotograma de la película «Vive como quieras»

Frank Capra dirigió una película muy buena, pero de espíritu un poco protestante, Qué bello es vivir, en la que al villano no se le ofrece ninguna posibilidad de redención; y eso es muy triste. Llámenme ñoño: puedo soportar con relativa entereza las historias tristes; incluso las muy tristes. Es más, a menudo las mejores historias, son tristes. Sin embargo, no soporto las historias maniqueas, en las que los malos son malos porque sí y están predestinados de toda eternidad a cometer todo género de maldades sin redención posible. Me disgustan tanto el tópico de la redención imposible como el tópico de la no necesidad de la redención. Por eso hay otra película de Frank Capra que me gusta mucho más, porque a los malos se les abre claramente la puerta de la redención y sin delicadeza alguna, además (les remito a la idea de la ética de la crueldad de Fabrice Hadjadj). Se trata de Vive como quieras, lamentable traducción de You can’t take it with you («No puedes llevártelo contigo», en relación a la inmensa fortuna del «antagonista» Sr. Kirby, tal y como le recrimina el Abuelo en una escena).

La película es, en líneas generales, la historia de un conflicto entre la máquina imparable del gran capital industrial, representada por la opulenta y snob familia Kirby y un peligroso foco de resistencia de gentes que se dedican, de manera más o menos trabajosa, a perder el tiempo y que comprende a las variopintas familias que viven bajo el techo del Abuelo, consagrados a la elaboración clandestina de productos pirotécnicos, a la venta de dulces, a la danza, la música, la composición de comedias y demás.

Peligroso foco de resistencia

La historia comienza con el Abuelo (que es, justamente, Lionel Barrymore, el Sr. Potter de Qué bello es vivir) presentándose en las oficinas de un extraño promotor inmobiliario con un tic en un ojo por exceso de trabajo, donde traba conversación con el Sr. Poppins (nada que ver con la niñera inglesa); un pobre hombre, con pinta de pobre hombre, contable de profesión y que se dedica a sumar columnas de números en una de esas aparatosísimas calculadoras de los años 30. Un personaje gris, mediocre y olvidado de todos, pero que esconde un oscuro secreto: hace cosas. O, dicho de otro modo, pierde tontamente su tiempo.

¿Qué clase de cosas hace el Sr. Poppins? Nada menos que cajas de música con ingeniosos mecanismos (la película nos muestra un conejo que sale de una especie de arreglo floral) que elabora cuidadosamente a mano en sus escasos ratos libres. Es, según acaba confesándole al Abuelo, lo que realmente le gustaría estar haciendo, en lugar de sumar esas aburridas columnas, actividad que lleva realizando sin error desde hace veinte años, hasta su inoportuna –o no tanto– interrupción.

Creo que la clave para hablar con propiedad acerca de cualquier cosa es hacer las oportunas distinciones. Por ejemplo, cuando uno habla de cajas de música o de otros objetos puramente decorativos, me parece que no sólo procede distinguirlos en cuanto a sus cualidades artísticas, sino también en razón de su carácter de objeto comercializable o no. Las tiendas «de decoración» siempre me han provocado una cierta reacción adversa, pues me parecen antros de esnobismo burgués de la peor calidad y siempre me hacen recordar aquella anécdota que contaba Agustín de Foxá (y que a mí me contó mi padre): a Foxá le invitan a una casa de nuevos ricos y su anfitriona una matrona sin duda tan opulenta y tan snob como la Sra. Kirby (o como Yolanda Díaz) le hace pasar a un saloncito que es el templo de lo kitsch:

«– Vea, señor Foxá: para la decoración de este salón mi marido y yo nos hemos gastado un millón de dólares.

– Muy cierto, señora –responde Foxá– tiene usted aquí un millón de cosas que valen un dólar».

No es lo mismo una copia impresa de medianeja calidad de un cuadro de Velázquez, que una hecha a mano, quizá de ínfima calidad, de ese mismo cuadro, que le pintó la prima Jacinta, la que estudió Bellas Artes. Es más, la pastorcica de Lladró, tan divina ella y de tan buena factura, tampoco es igual que el belén de cerámica pintada con témpera temblorosa que su sobrino le hizo a la abuela en el cole. No se confundan, ahora no viene aquello de «es que le tengo cariño», porque no quiero ponerme en la perspectiva del propietario del objeto en cuestión, sino en la del artífice. Porque resulta que no es lo mismo hacer una cosa para obtener de ella un beneficio económico que hacerla para regalarla, o para quedársela para su uso y disfrute personal. Quizás hasta podría hacerse un estudio de cómo los grandes pintores abordaban los retratos cortesanos, los grandes paisajes y las grandes composiciones, por una parte, y los retratos de familia y escenas intimistas, por otra.

Comparen, simplemente, por ejemplo, «Castilla, la fiesta del pan» y «Madre», ambos de Sorolla, y díganme sinceramente si no les parece que casi podría haber dos manos distintas detrás de ellos. 

El señor Poppins

Por eso las cosas del señor Poppins son tan interesantes; como los fuegos de artificio y las comedias con que se afanan otros miembros de la familia. Porque si el señor Poppins fuese un profesional de las cajas de música, muy probablemente ni pondría tanto empeño en ellas ni les tendría tanto cariño ni, sobre todo (sí, de nuevo la misma cuestión) tardaría tanto en hacerlas. El profesional de lo que fuere, aunque se dedique a la elaboración de productos de lujo muy cuidadosamente manufacturados, tiene plazos que cumplir y sabe que, cuanto más antes de plazo termine sus comandas, mayor será el beneficio. El improductivo jubilado que tiene afición por las maquetas, el crío inquieto que quiere regalarle a su tía una acuarela (con mucha más voluntad que talento) no tienen en consideración esas pequeñeces.

Todos hacemos nuestras cosas y, afortunadamente, no tenemos que vivir de ellas. Yo, por ejemplo, aunque no viva de ellas, hago columnas de supuesto humor, con plazos que cumplir. Y así me salen. Pero también pierdo enormes cantidades de tiempo con mecanismos, si no tan ingeniosos, al menos tan complejos como los del Sr. Poppins, con versos y metros en vez de ruedecillas dentadas. Tal vez nadie los lea nunca y tal vez si alguien los viera los apreciaría como lo que realmente son: un entrañable fracaso. Pero intentar obtener algo bello a partir del desorden (de los mecanismos, de las palabras, de los colores) también puede llamarse crear y crear es una actividad eminentemente divina. Como dijo una vez Chesterton, no hay que olvidar que también el mal poeta es un poeta. Y, en fin, ¿podrá alguien censurarnos por perder nuestro tiempo en hacer cosas, en vez de invertirlo en deshacerlas?

G. García-Vao