Es curioso que, cada vez que algún personaje de cierta fama se suicida, nadie hable de la eutanasia. No sé si es porque, como dirían mis amigos los materialistas filosóficos, el suicidio puede ser considerado, desde un punto de vista estoico (y, por tanto, estrictamente pagano, por más que ellos se empeñen en decirse materialistas) como un acto de virtud; mientras que la eutanasia resulta de una supina cobardía, como ya hemos apuntado en esta columna, por el vil subterfugio de encargarle a otro (que es la Administración Pública) el trabajo sucio. Como si el desatino radical que consiste en quitarse la vida pudiese modificar su calificación moral en función, única y exclusivamente de quién ejecuta materialmente la acción.
Es como si me dijeran que ―como han apuntado algunas firmas particularmente desequilibradas de esta casa― existe una diferencia cualitativa importante entre un aborto y un infanticidio, siempre que el infanticidio en cuestión se realice como sacrificio propiciatorio a alguna siniestra deidad cananea.
Pero lo más interesante es que a nadie se le pasa por la cabeza comentar que el famoso actor Mengano podría haber tenido un final mucho más digno y mucho menos doloroso si, en lugar de ahorcarse, hubiese acudido al centro de salud más próximo para pedirle a su médico de cabecera una inyección letal; y tampoco se oye decir que, si la famosa actriz Fulanita, en lugar de quitarse la vida de manera pedestre y cutre en su propio domicilio, lo hubiese hecho con todas las de la ley, en el hospital público más cercano, podría haberle evitado a su inocente asistenta el espantoso sobresalto de encontrarla en el baño más tiesa que un rodrigón; ni siquiera se le ocurre a nadie sugerir que, si la famosa actriz Zutana […además de ejemplos sacados de la vida muerte misma, curiosamente, son todos actores…] tenía tantas ganas de dejar este mundo, en lugar de hacerlo borracha y drogada conduciendo a velocidades de vértigo por las calles de su vecindario, podría haber puesto fin solamente a su propia vida, tranquila y apaciblemente en alguna habitación de un sombrío hospital californiano o, incluso, en la bucólica habitación de una clínica de la muerte helvética. Padecemos un macabro empeño en convencernos de que se trata de un acto de supremo heroísmo, cuando se trata de un patético y definitivo ejemplo de rendición incondicional. Ya lo dijo Chesterton: el suicida no quiere acabar con su vida; querría acabar con todo, todo, menos con su vida.
En fin, cada vez que suenan campanas de suicidio, además del enorme esfuerzo por escapar al repugnante rosario de chorradas políticamente correctas, sensiblerías ñoñas y pedanterías pseudo filosóficas, se abalanza sobre mi intelecto, como un reflejo pavloviano, el recuerdo de la Sra. Twain.
La Sra. Twain es la difunta esposa del Sr. Lionel Twain, el excéntrico millonario (creo que podemos presumir que es millonario), que invita a su lujosa, aunque algo siniestra residencia, a los cinco mejores detectives del mundo «a cenar y a un asesinato», en la divertida Un cadáver a los postres, que sigue siendo una de mis comedias predilectas.
El matrimonio formado por Dick y Dora Charleston (un trasunto cómico de los protagonistas, con tendencias dipsómanas, de la saga de El hombre delgado), interpretados por David Niven y Maggie Smith en una sintonía tan incómoda como hilarante, son los primeros en llegar a la residencia del Sr. Twain. Les recibe un correctísimo mayordomo (Alec Guinness), completamente ciego, quien, no obstante, les guía sin mayores dificultades hasta la lujosa estancia que les ha sido reservada: la habitación de la difunta Sra. Twain, que se haya exactamente en el mismo estado desde la muerte de la señora, acaecida varios años antes. Ni que decir tiene que un mayordomo tan correcto como el del Sr. Twain (quien, por cierto, es interpretado por una auténtica estrella de la excentricidad, el genial escritor Truman Capote) no falta un ápice a la verdad cuando hace declaraciones tan aparentemente hiperbólicas: la habitación no se ha tocado desde entonces. Ni siquiera para pasar el polvo o para ahuyentar a las arañas.
Pero, antes de la chocante visión de la cámara funeraria, los Charleston no pueden reprimir su detectivesca curiosidad:
«― ¿Cómo murió? ―pregunta la detectivesca esposa—.
― Se ahorcó ―responde el mayordomo—.
― ¿Se suicidó? ― pregunta, con más agudeza de la que se podría pensar, el detectivesco esposo―.
― ¡Oh, no, señor! ―explica, con cierta natural reserva, el mayordomo— fue asesinato: la señora Twain se odiaba».
La ley de la eutanasia, con su edulcorada campaña en favor de considerar la disposición de la propia vida como un acto de auto amor (es decir, de egoísmo o de onanismo mental) puede llevar a engaño a más de uno: a más de un observador, teóricamente imparcial, y a más de un afortunado usuario.
Eutanasiarse se nos presenta como una legítima y más o menos indolora vía de escape a una existencia que se nos representa breve, insoportable y completamente fútil. Ponerle fin a nuestros días cuando aún gozamos de la plenitud de nuestras facultades mentales y de un estado de salud, siquiera hic et nunc, relativamente aceptable, se nos señalará, por el ángel de la muerte de bata blanca de turno, como una salida digna, humana y racional, antes de que sucumbamos, inexorablemente, a las tinieblas de la locura y del inacabable sufrimiento. Lo que el siniestro ángel de la muerte de bata blanca se cuida mucho de explicarnos es que, precisamente, si tratamos de escapar por tan ridículo medio a las tinieblas y los sufrimientos de aquí (que, por su propia naturaleza y por la nuestra, no podrían jamás y en modo alguno ser inacabables), nos exponemos, de manera casi cierta, a pasar el resto de nuestra eternidad ―ésa sí bastante inacabable― en medio de tinieblas, locuras y sufrimientos que el más sádico de los ángeles de la muerte de bata blanca no sería capaz ni de soñar.
El aparentemente vasto, racional y humano abanico de posibilidades jurídico-vitales (o, más bien, mortales), que nuestra legislación ofrece a quienes quieren acabar con sus vidas puede, además, de manera trágica e irrevocable, privar al feliz ciudadano de pasar a la posteridad como alguien con el innegable temple de la Sra. Twain, que no pudiendo soportar la existencia de un ser tan repulsivo, odioso y digno de un final brutal como era ella misma, tomó el suficiente coraje como para cometer un asesinato; a sangre fría, sí y muy probablemente injusto pero del que, al menos, la Historia, en la persona de sus marido y mayordomo, reconocen que ella es la única responsable.
Aún a riesgo de repetirnos, no hay que olvidar que uno de los problemas más graves que, nos parece, puede desencadenar la ley de la eutanasia en sus propios términos[1], es una falsa traslación de la responsabilidad moral del acto de quitar la vida, de la parte del paciente hacia la Administración ejecutante. Y ello nos parece tanto más grave cuanto que, aunque estamos en radical desacuerdo con la idea de que el suicidio pueda ser un acto de virtud (en cualquier acepción de ese sintagma que se nos proponga), al menos sí estamos dispuestos a reconocer que puede ser un acto que exige un cierto coraje, aunque amoral (lo que los teólogos llamarían prudencia de la carne) y que, en consecuencia, puestos a establecer diferencias, siempre podremos decir que, bromas aparte, una Sra. Twain resulta algo menos grotesca que un paciente de la sanidad pública española aquejado de tedium vitæ, en la medida en que el suicida, al menos, asume la responsabilidad de lo que se dispone a hacer. Hay un cierto honor entre ladrones y, creo, quizás también entre suicidas; y aunque no sea una causa excluyente de la responsabilidad, siempre resultará algo más digno presentarse ante el divino tribunal pudiendo decir que uno mismo tomó la gravísima decisión, en lugar de excusarse puerilmente diciendo que lo suyo no fue suicidio, sino el legítimo ejercicio de un derecho humano y muy progresista:
«― ¿Cómo murió?
― Cóctel de barbitúricos.
― ¿Se suicidó?
― ¡Oh, no, señor! Fue eutanasia… La Sra. Twain verdaderamente se odiaba».
[1] Quiere esto decir que, como en nuestro análisis de la Ley Trans, pese a su carácter evidentemente cómico y crítico, no hemos querido introducir más consideraciones filosóficas y morales de las estrictamente necesarias en la creencia, en la que seguimos estando, de que ambas normas, abstracción hecha (si ello fuere posible) de la moralidad, son jurídica, social y humanamente absurdas.
G. García-Vao
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