Theresa (y Liz)

Lizz Truss a la izquierda. Theresa May, a la derecha. GB News

Muy poca gente estuvo de acuerdo conmigo cuando lo dije, en su momento, y muy poca gente lo estará en esta ocasión. Pero como sobre gustos no hay nada escrito, lo volveré a decir: me cae bien Theresa May.

No digo que me parezca una mujer ejemplar; ni siquiera una primera ministra ejemplar; ni siquiera una inglesa ejemplar. No digo tampoco que me encantaría que fuésemos amigas; ni que me gustaría conocerla; ni que vaya a leer un libro sobre su vida. Digo, simplemente que lo poco que sé de ella hace que me resulte simpática.

Theresa May tomó las riendas del Gobierno británico cuando el Reino Unido estaba en una crisis social y política bastante menos aguda que la que atraviesa hoy. Recibió el testigo de un Primer Ministro con mucho sentido del humor y muy poco sentido de la oportunidad; anglicano con familia numerosa, personalmente opuesto al llamado Brexit pero organizador del referéndum que condujo, finalmente, al país a salir de la Unión Europea, con las consecuencias que todos conocemos. May también se oponía, al menos parcialmente, al Brexit. No es, de momento, católica, pero habla abierta y públicamente de su fe. No tiene familia, ni numerosa ni no, porque su marido y ella no pudieron tener hijos. Una indigna rival en la carrera por la jefatura del Partido Conservador le espetó en cierta ocasión algo así como que «una mujer sin hijos no tenía la suficiente experiencia como para hacerse cargo del Gobierno de una nación». El silencio estoico de May fue interrumpido por sus partidarios, que le afearon a la indigna rival la bajeza de su ataque. May lidió durante varios meses angustiosos con el Partido Conservador, con la Cámara de los Comunes y con la Unión Europea. Tres enemigos a cuál más temible. Elegida para llevar a cabo una tarea que nadie quería realizar, intentó salir del paso con la mayor dignidad posible. Intentó hacer lo que debía y no lo consiguió. Son cosas que pasan.

Liz (Elizabeth Truss), por su parte, tomó el testigo de un Primer Ministro bastante gamberro, pero que gozaba de buena parte de las simpatías del país. Recibió el mandato de formar Gobierno y, dos días después, tuvo el dudoso honor de iniciar su personal singladura gubernamental anunciando el deceso de la Jefe del Estado, extraordinariamente querida por muchos, propios y ajenos, dentro y fuera de la Isla. No fue un buen augurio. Ultraliberal, autodenominada discípula de la Thatcher pero mucho más anarcocapitalista que ella, obtuvo un cargo que ambicionaba, compitiendo en una de las más absurdas carreras por el número 10 de Downing Street que se hayan visto. Durante, voy a decir «semanas», porque hoy estoy generosa, ha lidiado contra su Partido y, sobre todo, contra la inquebrantable realidad y las frías matemáticas: Ha tenido que abandonar precipitadamente cargo y vivienda oficial tras proponer, obstinadamente, a los Comunes un plan económico absolutamente irreal.

¿Que qué nos importa todo esto? Poco, probablemente. O nada.

Es el tributo obligado para llegar al punto que me interesa: cómo una y otra abandonaron el poder:

Theresa May, muchos se acordarán, no pudo contener las lágrimas y se le ahogaba la voz cuando anunció ante la puerta de la residencia oficial, como es tradicional, que dimitía como Primera Ministra. Quizá con un exceso de buena voluntad, muchos vimos en el doloroso patetismo de la situación el lamento desesperado de una mujer que, no habiendo podido realizar la que es la máxima aspiración natural de toda mujer, que es la de dar la vida, había empeñado toda su felicidad terrena en un consuelo tan banal y tan fútil como el servicio a la patria. Que está muy bien, pero se equivoca quien piense que el poder lleva a la beatitud.

Siempre he pensado que las lágrimas son, en general, buena señal. Pueden ser ocasión de una conversión. Y las lágrimas vertidas en público, como constituyen toda una humillación, pueden ser semilla de humildad. Yo me alegré de la dimisión de Theresa May, porque me caía bien y me parecía que ejercer el cargo de Primer Ministro del Reino Unido en tales circunstancias era incluso menos honorable que de costumbre. Y me alegré, en cierto modo, de ver que se iba llorando, porque no me parece el tipo de persona que se lamenta por perder un cargo, sino que vi o, quizá, quise ver en ese llanto una especie de confesión de un fracaso total. Y la experiencia me ha ensenado que el fracaso es una fuente límpida y abundante de virtudes porque el que fiándose de sí mismo acaba en el fondo del agujero, no puede ya mirar sino hacia arriba. Y arriba, está Dios.

Liz, como todos recordarán, se ha marchado dando un portazo. Enfadada. Culpando a todos menos a sí misma. Nada de lágrimas. Frialdad de iceberg y una mirada torva que anuncia, aún no se sabe bien cómo pero de manera infalible, una venganza de ésas que «dejarán perduranza». No me caía simpática y la falta de examen de conciencia no ha hecho que me caiga mejor.

No sé si las mujeres están o no naturalmente dispuestas para gobernar. Quizá, no. Quizá, por eso las mujeres gobernantes son excepcionales en la Historia y, quizá, por eso las que ha habido no nos han dejado nunca indiferentes, porque han sido o excepcionalmente buenas (no sólo como gobernantes) o excepcionalmente malas.

La Jefe del Estado Isabel, arriba mencionada, es un caso notable: su reinado fue excepcionalmente largo y se ha caracterizado, en cuanto a ella, por no haber tenido absolutamente nada de excepcional. Tal vez ésa fuese su grandeza, si la tuvo: haber pasado por una reina de otra época, cuando durante toda su vida fue un lujoso maniquí perfectamente de su tiempo. Liz lega a la historia inglesa un gobierno excepcionalmente corto y una cólera excepcionalmente poco inglesa. Theresa, una falta de autocontrol también excepcionalmente poco inglesa y, sobre todo, un alarde de humildad absolutamente excepcional en un político en estos tiempos que corren.

Me cae bien Theresa May.

Guadalupe Cordero, Margaritas Hispánicas