Contreras sigue sin enterarse. El catedrático sevillano ha publicado en La Gaceta de la Iberosfera (a mí, como a Menéndez Pelayo, me parece que esos «vocablos de iberismo y de unidad ibérica tienen no sé qué mal sabor progresista») un artículo titulado «La Constitución: mal menor y bien posible». El título sugiere una revisión en clave constitucionalista de la vieja polémica española del mal menor (precisamente mientras escribo tengo delante de mí el célebre tercer tomo de las obras completas de Ramón Nocedal, que recopila, gracias al magistral criterio bibliográfico de su sobrino Agustín González de Amezúa, los artículos contra el mal menor que aquél publicara en El Siglo Futuro entre noviembre de 1905 y mayo de 1906). Pero no se dejen engañar por el título: el artículo es una mediocre defensa positivista de la Constitución frente a los críticos de su contenido que en nada se refiere a los fundamentos de aquella polémica.
Nosotros ya hemos distinguido anteriormente dos tipos de crítica de la Constitución: la crítica material, que se dirige al contenido de la misma, y la crítica formal, que se dirige al constitucionalismo en general como técnica jurídica positivista. El alegato del catedrático Contreras se pierde por los vericuetos del articulado de la «Carta Magna», esto es, por los laberintos de la pirámide kelseniana, tratando de salir al paso de esa crítica material que únicamente se limita a proponer una mejor disposición de esos laberintos dentro de la pirámide. «Se acusa injustamente a la Constitución —escribe Contreras— de males que en realidad se deben a la incesante maquinación destructiva de la izquierda y los nacionalismos, así como a la cobardía de un PP que no aprovechó sus dos mayorías absolutas para revertirla». Vemos aquí un claro síntoma del síndrome de Estocolmo que padece nuestro catedrático, encerrado en la pirámide, incapaz de comprender lo que en otras páginas ha explicado el gran Danilo Castellano, a saber, que en las Constituciones contemporáneas «los derechos se hacen depender, en último término, de las “fuerzas” definidas como “políticas” que logran imponerse. El mismo derecho se deja, así, a merced del poder». Ésta y no otra era la intención de esos seres casi mitológicos que la prensa sistémica y el imaginario democrático han bautizado como «padres de la Constitución».
La Constitución es un mecanismo de racionalización del poder para imponer su propia voluntad, que se identifica así con el derecho. Contreras quiere que la derecha llegue al poder para deshacer lo que la izquierda ha hecho por los mismos cauces por los que lo ha hecho. No le importa, claro, que una vez la derecha consiga tal cosa, la izquierda se proponga lo mismo pero en sentido contrario, dando continuidad a un círculo vicioso de puro voluntarismo donde no hay más derecho que la ley del más fuerte. No se plantea la moralidad de un sistema que permite semejante anarquía.
Pero el síndrome de Estocolmo de Contreras se evidencia del todo cuando afirma que los 100.000 abortos al año en España no son «culpa de la Constitución (el “todos tienen derecho a la vida” de su art. 15 puede interpretarse en el sentido de “todos los concebidos”, como se hizo sin problema hasta 1985), sino de un PSOE y un PP abortistas (el uno legislando, el otro no derogando)». Contreras no se entera de que Conde-Pumpido se ha encargado de engrasar la maquinaria del Tribunal Constitucional después de la patética presidencia de González-Trevijano (no menos patética, por cierto, que su rectorado en la Universidad Rey Juan Carlos) y de todos sus predecesores desde 2010. El alto tribunal ha sentenciado definitivamente, en su Sentencia del 9 de mayo del corriente, «que la interrupción voluntaria del embarazo […] forma parte del contenido constitucionalmente protegido del derecho fundamental a la integridad física y moral (art. 15 CE) en conexión con la dignidad de la persona y el libre desarrollo de su personalidad como principios rectores del orden político y la paz social (art. 10.1 CE)». El aborto es, según el demiurgo constitucional, un derecho protegido por la Constitución que prevalece no ya sobre el derecho a la vida del concebido (que según ese demiurgo no existe), sino sobre «el deber del Estado de proteger la vida prenatal».
Claro que para Contreras «el otro gran lunar de nuestra carta magna es un Tribunal Constitucional colonizable por los partidos y capaz de horadar la Constitución desde dentro interpretándola como un “documento vivo” al que se hace decir lo que desee el Gobierno de turno». La contradicción es hilarante: si la Constitución configura un Tribunal Constitucional capaz de horadarla, entonces la acción de horadarla es perfectamente constitucional, señor Contreras. Para eso está precisamente. Pero es que la Constitución no puede no decir lo que desee el Gobierno de turno porque como técnica jurídica responde exactamente a esa finalidad y no a otra.
Parece absurdo insistir más en el asunto. El catedrático Contreras está encerrado en la pirámide positivista de Kelsen tratando de buscar caminos distintos de los que nos han llevado hasta aquí. Como en una de las célebres historietas de Uderzo y Goscinny, Astérix y Cleopatra, en que Astérix, Obélix y Panorámix son engañados y encerrados en una de las pirámides de Egipto, no hay poción mágica ni «batalla cultural» que valga para salir de ella, sino el paciente esfuerzo de deshacer el camino andado desde 1978, fatídica fecha en que, como Tornabis a los galos, alguien nos preguntó «¿Les interesa visitar el interior de las pirámides? ¡Muchos pillos han entrado en ellas y muy pocos han salido…!».
Porque el verdadero debate, según Vallet de Goytisolo, «se centra contraponiendo la inmanencia de la pirámide kelseniana con la integración del ordenamiento jurídico positivo en un orden natural que le sobrepasa y del cual debe formar parte armónica». Para salir de esa pirámide debemos fijarnos en las inevitables aberturas que dejan pasar la luz exterior y el aire puro, esto es, la irreductible naturaleza de las cosas. En definitiva, abrir el derecho positivo al derecho natural. Pero el positivista Contreras no se atreve a buscar una salida.
Manuel Sanjuán, Círculo Cultural Juan Vázquez de Mella
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