No queremos terminar este breve repaso sobre el origen de la Policía en el entorno español, sin subrayar una vez más que la crítica de la ortodoxia católico-realista contra dicho Cuerpo se dirigía, en última instancia, hacia la propia institución en sí, tomada como tal, y con independencia de la persona que la rigiera desde la Superintendencia, por su flagrante disonancia respecto a la constitución u ordenación jurídico-política de la Monarquía hispánica y al espíritu católico que la informa.
Teniendo esto en cuenta, es claro que resultaba una solución insuficiente el proyecto de reforma que José Manuel del Regato expuso a Fernando VII. El Monarca, por Real Orden de 23 de Octubre de 1829, le había encargado proponer «las mejoras de que crea será susceptible el ramo de la Policía, para ponerla al nivel de las demás naciones civilizadas». Regato, en el estudio que remitió, fechado el 30 de Enero de 1830, empezaba reconociendo que, «por desgracia, el nombre de Policía se ha hecho odioso a los españoles, que no han olvidado las vejaciones, tropelías y arbitrariedades que bajo este título se han cometido en diferentes épocas». «Las persecuciones –añade– de los Canteros y Marquinas, la opresión que sufrieron con la Policía en tiempo del Gobierno intruso de Napoleón, y el no haber encontrado las ventajas que se les ofrecieron en el Ministerio de Seguridad Pública establecido después del regreso de V. M. de Valençay, ni en la Superintendencia General de Vigilancia, creada en el año de 1823, ni en el establecimiento de la Policía General de 1824, que, con las reformas de 1827, es el que existe en la actualidad», justificaban plenamente la animadversión popular. A continuación, dividía el estamento policial en dos grandes bloques, de acuerdo a sus distintas facultades y funciones: «Policía Urbana» (es decir, lo que habitualmente se venía conociendo como «Policía Material»), subdividida en «Policía de Comodidad y Ornato» y «Policía de Salubridad»; y «Policía de Seguridad» o «Alta Policía» (es decir, lo que habitualmente se venía conociendo como «Policía Formal»), subdividida a su vez en «Policía de Seguridad Personal» y «Policía de Seguridad Común del Estado». Regato proponía «crear una categoría uniforme en todo el Reino de autoridades gubernativas dependientes de un solo Ministerio, exonerando a las militares y judiciales de la parte que hoy tienen en el gobierno civil», lo cual sonaba bastante parecido a un típico Ministerio del Interior con sus Gobernadores Civiles. A estas autoridades les serían atribuibles «el conocimiento de todo lo que concierne a la Policía Urbana y de Seguridad [Personal]». En cambio, las funciones de la «Policía de Seguridad Común del Estado» –reducidas a «vigilar, observar, averiguar y reunir datos suficientes para denunciar al Gobierno los proyectos y maquinaciones contra la seguridad del Estado»– quedarían reservadas «a una autoridad de excepción, privativa y separada de todos los demás cuerpos y funcionarios de la administración civil y judicial», ligada directamente con el Rey, y, si acaso, también con la Secretaría de Justicia.
Regato incluso acompañaba su estudio con una minuta de Decreto en que se articulaba su proyecto reformador, el cual finalmente parece que no fue tenido en cuenta. Si nos hemos detenido un poco en extractarlo, es para poner de relieve la condición no realista de su autor –lo cual, por otra parte, aboga en favor de la imparcialidad y veracidad de sus denuncias contra las maniobras del partido moderado–, ya que sus proposiciones con respecto a la Policía, tendentes a una mera reforma de la misma, difieren substancialmente de la línea lisa y llanamente abolicionista sustentada por los diversos magistrados y altas personalidades realistas repartidos por los distintos cuerpos oficiales y sociales de la Monarquía española. Nos limitaremos a citar un par de ejemplos de esta neta conducta contra las nuevas estructuras (defendidas por el moderantismo) mantenida a lo largo de los años de la última década fernandina, y que constituía en un nivel más elevado o culto un fiel reflejo del clamor general de toda la inmensa mayoría social católico-realista española.
El Consejo Real y Supremo de Castilla, en su Consulta de 7 de Marzo de 1826, relativa a las «Quejas contra la Policía», concluía así su escrito: «Por todo ello, entiende el Consejo que la Policía, cual hoy se halla y ejerce, es, si no del todo nociva, al menos nada conveniente, por la odiosidad que contra ella justamente se ha concebido, por las vejaciones que ha causado, por los abusos que cometen sus dependientes y que, a pesar de ser tantos notorios y muchos funestos, no se ven separados sus autores para corrección de sus compañeros, con cuyo disimulo se aumentan cada día más los excesos; porque no guarda consonancia con el espíritu y tenor de nuestras Leyes, que la quieren hermanada al ejercicio de la jurisdicción y desempeñada por unos mismos funcionarios; porque esto es mucho más expedito y menos costoso, evitándose la excesiva multitud de empleados cuyos brazos pueden ocuparse en otros objetos útiles, y el sobrecargo de tantos impuestos para mantenerlos, en un tiempo en que los pueblos, desolados con los desastres y calamidades que han sufrido, se hallan generalmente sumidos en la miseria; y, finalmente, por su espíritu de absoluta dominación, y ningún respeto ni buena armonía que guarda con las autoridades constituidas; y es, por lo tanto, de parecer el Consejo que V. M. se digne mandar suprimir dicho establecimiento de Policía, restituyendo los cargos y deberes de ella a los Ministros de Justicia en quienes la tienen depositada la Leyes, y a los que se reencargue el cumplimiento de su desempeño bajo de las más estrechas responsabilidades, habilitándose del competente número de dependientes si algunos careciesen de los precisos para el efecto, por cuyo medio es de esperar que se conserven en paz los Pueblos que la Divina Providencia ha confiado al gobierno de V. M., y que ellos mismos bendigan sin cesar la mano paternal de V. M. que les ha redimido de las exacciones y vejaciones de la Policía. V. M., sin embargo, resolverá lo que sea de su Soberano agrado. Madrid, 7 de Marzo de 1826». («Registro de Consultas elevadas al Rey por el Consejo de Castilla 1826», A.H.N., Consejos, Libro 993, pp. 602v.-603v.).
Por otro lado, Federico Suárez señala que también el Consejo de Estado llegó «a proponer su supresión a causa de notables abusos y arbitrariedades» (op. cit., Vol. 1), en un Dictamen fechado el 21 de Abril de 1826. No obstante, al margen del mismo se consignó manuscrita la siguiente Real Resolución: «Aranjuez, 24 de Abril de 1826. Después de una revolución como la que ocurrió desde 1820 hasta 1823, no bastan los medios ordinarios que propone el Consejo para descubrir y consultar [sic, ¿castigar?] los conspiradores y las conspiraciones. He mandado que el Secretario de Gracia y Justicia me proponga la mejora del actual Reglamento de Policía y a su tiempo oiré el Dictamen del Consejo». Fruto final de esta regia disposición será la reforma del Reglamento de Policía de 14 de Agosto de 1827 a la que nos hemos referido más arriba.
Por último, en las discusiones paralelas que también se venían realizando en las altas magistraturas de la Monarquía en torno a la conveniencia o no de instituir un Ministerio del Interior, merece mencionarse, entre otros documentos, el Voto Particular emitido por el jurista José García de la Torre († 1847) en la Sesión del Consejo de Estado que, en torno a este tema, se celebró el 14 de Febrero de 1831. En el punto 6.º de los inconvenientes alegados para la formación de dicho Ministerio, García de la Torre, profesando una bien identificable línea de argumentación oponente jurídico-política que se había venido siguiendo firmemente desde los tiempos de Carlos III en que hizo su primera tentativa fallida de aparición el estamento de la Policía, afirmaba lo siguiente: «Cuando descendamos a tratar de las atribuciones que a este Ministerio son señaladas, se hallará a cada paso una indispensable confusión, con que, por su mutuo contacto, y difícil separación, vendrán a turbarse frecuentemente unos y otros Señores Ministros, con notorio perjuicio de la causa pública, y a entorpecer el curso de sus respectivos negociados. Pero como en esto mismo hallaremos un fundamento más para probar a posteriori la inconveniencia de esta creación, no se tendrá por importuno en este lugar presentar un ejemplo tomado de las consecuencias que debe producir la adjudicación de la Policía de Seguridad al Interior, de cuyas resultas la administración de justicia, desorganizada ya desde la creación de aquélla, acabará de recibir el último golpe de su descomposición. Separado este nuevo establecimiento del Ministerio de Gracia y Justicia, en donde aún mantiene alguna relación con la Magistratura, de quien fue desmembrada, y en cuyo centro común son más fáciles de conocer las líneas de división (en la hipótesis de que existan), no será muy arriesgado anunciar desde ahora que todos sus pasos serían desatinados, y sus operaciones un continuado desorden, repitiéndose en cada una de ellas, a pesar del celo [del] que las dirigiese, los graves daños que se causaron más de una vez aun a la sazón que, más inmediatos los jueces, estaba más expedito el remedio. No es posible que los ojos más linces descubran las líneas de división entre la Policía de Seguridad, atribuida al establecimiento de este nombre, y la que llamaremos propiamente Criminal, reservada a los Magistrados; y mucho menos en una Monarquía acreditada por la dulzura de sus Leyes, por su justicia, y por la equidad natural, con que sus sabios Legisladores escogieron por divisa esencial en el uso de su soberanía la protección de todos y cada uno de sus vasallos, a quienes pusieron siempre a salvo contra los insidiosos tiros del capricho y de la arbitrariedad a que tan expuestas están las providencias de la Policía». (F. Suárez, Pedro Sáinz de Andino. Escritos, Vol. 3).
Claro que todas estas razones contra los intentos de introducir el sistema administrativista-economista-policial, tenía sentido alegarlas en el orden o tejido jurídico-sociopolítico de la legítima Monarquía Católica española, propicio a la justicia y el bien común (al margen de que se consiguieran o no en cada coyuntura o caso particular en este mundo de imperfecciones humanas); pero, ¿se podría decir lo mismo en un contexto de usurpación en donde la «ley» suprema no consiste más que en la pura fuerza y el nudo voluntarismo? ¿No habría que afirmar más bien que todo ese aparato totalitario no es sino el ideal complemento revolucionario de dominación de la usurpación constitucionalista contemporánea?
Félix M.ª Martín Antoniano
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