La alegría de la Cruz debe volver a nuestras calles (I)

La Caída, de Francisco Salzillo. Paso de la cofradía Nuestro Padre Jesús Nazareno

A primera vista podría parecer una insensatez hablar de la cruz como algo positivo, menos aún darle una connotación de alegría. Sin embargo, para un católico que tenga plena conciencia del significado y alcance que tiene la cruz de Jesucristo, sucede todo lo contrario.

En el leño de la cruz quiso poner Dios todopoderoso la salvación del género humano, «para que de donde se había originado la muerte, de allí naciese la vida; y el que en un árbol venciera, en otro árbol fuese vencido por Cristo nuestro Señor» (prefacio de la Cruz, misal romano).

Son palabras que afirman la gran verdad de nuestra Religión y que dan plenitud y trascendencia a nuestra existencia, pues no debemos olvidar el valor salvífico y redentor de la cruz.

Hace unos días lo comentaba un amigo sacerdote, que a veces, por el luto y la tristeza que impregnan los oficios litúrgicos y las tradiciones religiosas de estos días, corremos el riesgo de olvidar esta dimensión victoriosa de la cruz.

La cruz no debe ser vista como un signo de derrota sino de victoria, pues fue el mismo Viernes Santo cuando Cristo venció al demonio y al mundo, aunque el día que los cristianos celebramos con mayor júbilo sea el Domingo de Resurrección.

Todo esto ha calado muy hondo en el pueblo español, que tiene como elemento principal de su constitución histórica la fe católica. Quienes hemos recibido esa valiosa herencia de ser católicos españoles hemos podido llegar a esas verdades a través de las tradiciones y costumbres de nuestra religiosidad popular, pues en todas sus expresiones se palpa ese sentimiento, mezcla de tristeza y alegría.

Quien escribe estas líneas ha mamado desde niño ese mundo de nazarenos y procesiones, de besapiés, quinarios y traslados. Personalmente, no entiendo la Semana Santa sin estos rituales populares, que cada primavera inundan las calles de nuestros pueblos. La Semana Santa suena a tambores y a cornetas, a las saetas que se cantan desde los balcones a Jesús Nazareno y la Madre Dolorosa, y huele a incienso y azahar, a torrijas y a pestiños.

Y son esas filas de penitentes que llenan la ciudad, cargando sus cruces y caminando descalzos, y los balcones engalanados con los estandartes de las cofradías y hermandades, los faroles encendidos en mitad de la noche del silencio o el sol que asoma en la madrugá del Viernes Santo, y por supuesto las bellas imágenes de Salzillo, Gregorio Fernández, Nicolás de Bussy…. Y, por qué no decirlo también, en estos tiempos: el murmullo de la gente que se agolpa en calles y plazas, ese ambiente festivo y alegre, ese ritmo que hace que toda la actividad de un pueblo gire alrededor del acontecimiento central de nuestra civilización y de nuestra historia.

Diego Luis Baño, Círculo Cultural Antonio Molle Lazo