Este lunes Juan Manuel de Prada publicaba, en columna de ABC, un artículo a raíz de la nota de la Conferencia Episcopal sobre la objeción de conciencia que, a mi juicio, merece una lectura meditada. Ello debido a que Prada ha dado una lección de verdadera prudencia política, extrayendo los fundamentos del pensamiento católico aplicado a una circunstancia presente en dos órdenes. El primero, en negativo, presentando las espinosas implicaciones de la nota emitida por la asociación prelaticia y, el segundo, en positivo, recordando las nociones básicas, apoyadas en la doctrina católica, del deber de acción de los cristianos en la situación presente.
El primero de los puntos que quiero mencionar es la categorización, tanto del mal externo, como del mal interno. La denuncia de los obispos de «principios que absolutizan la voluntad humana» viene aparejada por una táctica fundada en aquello que pretenden combatir. El núcleo del problema reside en la disolución del derecho que, entendido como la ciencia de lo justo y de lo injusto mediante la lectura del orden de las cosas, va sustancialmente ligada a la asunción de una noción subjetivista que pretende la cobertura jurídica de la subjetividad individual. Esta soberanía de la subjetividad es la que funda, al mismo tiempo, la ofensiva ideológica del progresismo, así como la ideología de los derechos humanos, que se enmarcan en la categoría moderna de derechos subjetivos. El derecho ya no lee el orden, el hombre lo crea en el interior de su conciencia y pretende que el Estado lo reconozca. Pero ese es, precisamente, el estatuto epistemológico de la objeción de conciencia, una garantía de la disolución jurídica por medio de la dependencia de la aplicación de la ley, según la impresión subjetiva de cada individuo.
El segundo elemento, apuntado por Prada, es la lógica derrotista que subsiste en todas las políticas eclesiásticas desde finales del siglo XIX. El avance de la revolución produjo en el estamento eclesiástico una patológica tendencia clerical materializada en tratar de bautizar los logros de la revolución contra ella. Prada hace un análisis cronológico de estas derrotas asumidas que, desde hace años, manifiestan la equivocación táctica. Ante el Estado liberal, los eclesiásticos renunciaron al combate político y se refugiaron en la sociedad cristiana, con el lema anarquizante de más sociedad, menos Estado. La expulsión social de la Iglesia llevó a los eclesiásticos, no a cuestionar la táctica, sino a enfatizarla, surgiendo las laicidades sanas y las legítimas autonomías, practicando, así, un segundo abandono. Esta nueva derrota les encaminó a esconderse en los hogares familiares, haciendo de la familia un instrumento de resistencia vano, porque si la sociedad no pudo resistir un Estado rector anticristiano, la familia no ha podido resistir en una sociedad descreída. Ahora, la derrota evidente familiar les lleva a repetir la táctica que nos ha traído hasta aquí, escondiéndose en el individuo. Pero por el camino, la pérdida ha sido tal que, confundiendo la cuestión de hecho con la derecho, asumen la totalidad del pensamiento enemigo, encabezando la lucha por las conciencias en nombre de los previamente descritos derechos subjetivos, esto es, sirviéndose de la traducción jurídica de la soberanía subjetiva, núcleo de la libertad negativa, que es la que verdadera causa del mal.
Además, los signos muestran que estas renuncias han cegado a nuestros pastores, olvidando que, lo que comenzó como un combate político contra el liberalismo, no puede sino tener su solución en la propia política. El no reconocimiento de esta evidencia ha implicado, ligado a la asunción del pensamiento moderno, una consecuencia de graves corolarios: el desentendimiento de la realidad política, fundado en las sanas laicidades y legítimas autonomías. Ello ha conducido, lo recuerda Prada, hacia la pérdida de la noción de bien común, convertido en un conjunto de condiciones individualmente consideradas, pero sin orientación política. El resultado es el desastre, dado que esa nociva claudicación política ha acabado obligando a los prelados a métodos antipolíticos, contrarios al bien común, como es, señala Prada, la objeción de conciencia: un bien particular subjetivo que se pretende, no ya imponer al común, sino suplicar su pervivencia. La derrota es de tal calibre que el enemigo ya no encuentra confrontación, asimilando sus pretensiones con el propio bien, lo cual excluye incluso la objeción de conciencia, pues, ahora, se entiende como una resistencia al libre desarrollo de la persona o a los valores constitucionales, o cualquier denominación de los pseudo principios modernos, todos ellos asumidos por el oficialismo católico.
El final del artículo de Prada es un llamamiento no sólo al cambio de estrategia, sino a la denuncia de la culpabilidad de la misma como legitimadora de los males que nos amenazan. El reclamo de Prada es genial, pues, a la vez que nos señala la problemática pastoral antipolítica de nuestros prelados, sienta las bases para la auténtica solución, dado que recobrando los principios del pensamiento cristiano, vendrán añadidos los deberes de militancia en el combate por Cristo Rey. Podría decirse que el final del artículo recuerda aquella sentencia evangélica que reza: Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura; no, evidentemente, en su versión pietista, sino en la lectura que entiende el mundo como un sacramental que puede y debe llevarnos a Dios.
Miguel Quesada, Círculo Hispalense.