La veneración a nuestras imágenes sagradas en las calles. Entrevista a María Dolores Rodríguez Godino, camarera de la Virgen

Foto: Luis Jiménez Herrera

Antes de comenzar esta entrevista sobre el «Arte de Vestir Imágenes», ¿podría presentarse a nuestros lectores?

María Dolores Rodríguez Godino. Nacida en Baeza (Santo Reino de Jaén, España), de tradición familiar cofrade, margarita, camarera de la Virgen Fervorosa, junto a mi hermana −también camarera−, e hijas de la camarera de la Virgen de la Trinidad. Y ahora tía de una nueva camarera.

Es toda una tradición familiar la que le avala.

En nuestra casa, desde pequeñas, tuvimos recogidas las ropas de la Virgen de diferentes cofradías: del Rescate, La Fervorosa y El Paso, hasta que hicieron su Casa de Hermandad.

Ha citado usted especialmente la advocación de la Virgen de «La Fervorosa». Para situar a nuestros lectores, ¿cómo es la imagen?

La imagen está encomendada a la Real y Fervorosa Cofradía del Santísimo Sacramento y María Santísima en sus Siete Dolores y Mayor Traspaso de Baeza, conocida popularmente como Cofradía de «La Fervorosa». Perteneció a la Cofradía hermana, del Santísimo Cristo de la Salud «La Sangre» con quien hace su estación de penitencia. Es una bellísima dolorosa de entre finales del siglo XVI y principio del siglo XVII, en cuyo rostro se refleja una expresión barroca de profundo dolor, alejándose del modelo de Virgen joven y guapa habitual. Salió de las manos maestras de desconocido artesano con la pasión con que el Concilio de Trento, no muchos años antes, en su Sesión 25, confirmaba el Decreto sobre las imágenes: «Manda el santo Concilio a todos los Obispos…que se les debe dar el correspondiente honor y veneración…porque el honor que se da a las imágenes, se refiere a los originales representados en ellas; de suerte, que adoremos a Cristo por medio de las imágenes que besamos, y en cuya presencia nos descubrimos y arrodillamos». Es un fragmento de la Sesión, que, a modo de recordatorio, guía la labor de vestir a la Virgen a través de todos estos siglos, poniendo el acento en que somos sus camareras, sus sirvientas, y que su Hijo espera que la Mujer más bella, que es su Madre, se encuentre en su Capilla como tal y que procesione como tal: Reina de todo lo creado.

Podemos observar que hay diferentes tipos de imágenes, ¿cuál es su diferencia?

En relación a esta entrevista, existen dos tipos: las imágenes que todos conocemos y las de vestir o candelero. Son estas últimas las que han sido creadas exclusivamente para ser vestidas, ya que constan de rostro, manos y un cuerpo sobre un caballete. El origen resulta todavía confuso, no siendo el Barroco más que la explosión de algo que se venía haciendo desde la segunda mitad del siglo XVI. Aunque lo que se hacía hasta entonces era sobrevestir tallas antiguas, al objeto de modernizarlas. Podría afirmarse que es aquí cuando la diferencia entre imágenes de gloria y dolorosas se acentúa, hasta ser definitiva.

¿Y cuándo se empezó a vestir las imágenes?

Como dato, según los últimos estudios, uno de los primeros testimonios de uso de una prenda civil para vestir una imagen de la Virgen se recoge en una visita episcopal a la parroquia de San Martín del Castañar en Salamanca, en el año 1499. Pero esta costumbre pronto necesitó una corrección por el Concilio, ya que se llegaba a vestir las imágenes con ropajes de escaso mérito (hay documentación que muestra cómo se llegaron a poner las ropas desechadas por los propios dueños de las imágenes; lo que sería la ropa que se retira por vieja o rota). Tanto fue así, que la situación llegó a sobrepasar lo tolerable y, por ejemplo, las Constituciones Sinodales de la Archidiócesis de Granada de 1573, llegaron a promover la sustitución de las imágenes vestideras por obras de talla. Y algunas disposiciones al respecto, de aquella época aún rigen hoy, como la del sínodo de 1604 convocado por Cardenal Niño de Guevara, que marca, aún hoy, la famosísima Semana Santa de Sevilla.

¿Podría hablarse de un punto de partida de la Semana Santa actual?

La devoción popular no arranca en un momento preciso, pero podría hablarse de cuando comenzaron las excepcionales imágenes que hoy veneramos y señorean por nuestras calles, en muestra pública y arrolladora de fe. Y entre el mito y la historia, y como no podía ser de otra forma, hay un baezano en su origen: Gaspar de Becerra Padilla, escultor y pintor de corte de Felipe II. Entre otras obras, se le atribuyen un Cristo yacente eucarístico para las Descalzas Reales, que procesiona el Jueves Santo, y la imagen del Cristo de la Flagelación de la cofradía del Dulce Nombre de Jesús Nazareno de León; y la Virgen de las Angustias, patrona de Granada.

¿Podría contárnosla?

Nos encontramos en 1565, unos años antes había llegado a Madrid la tercera esposa de Felipe II, Isabel de Valois, siendo nombrada su camarera mayor Dña. María de la Cueva, condesa viuda de Ureña. Mujer enormemente piadosa, tuvo como confesor regular a quien llegó a serlo también de la reina, el fraile mínimo Diego de Valbuena. Y en una de estas confesiones, le acompañó Fray Simón Ruíz, al objeto de aprovechar las buenas relaciones de su amigo, y pedirle a la reina alguna imagen para su convento de la Victoria. Al entrar en el oratorio privado se quedaron prendados de un gran cuadro que representaba las Angustias y la Soledad de la Virgen al pie de la Cruz, y no se les ocurrió otra cosa que la audacia de pedirlo. Para ello hablaron con Dña. María de la Cueva que, más sensata, les aconsejó copiarlo, ya que el lienzo había acompañado a la reina desde Francia y sospechaba de no querer desprenderse del mismo; aconsejándole a Fray Simón hiciera una talla de bulto y no una pintura.

La reina accedió y se la encargó a mi paisano, Gaspar de Becerra, que se encontraba por aquel entonces por Madrid, cosechando fama como discípulo que era de Miguel Ángel. Manos a la obra, hasta el tercer intento la reina no dio su conformidad: la Virgen en posición genuflexa sobre un almohadón, manos entrelazadas a la altura del pecho y la cabeza ligeramente inclinada mostrando dolor y soledad tras la muerte de su Hijo.

Pero, y aquí viene la contestación principal a su pregunta: la elección del vestuario de la Virgen quedó a elección de su camarera mayor, la condesa de Ureña, que le brindó las mejores galas de viuda que tenía. Es decir, la Virgen iba vestida con el mejor de los ropajes que una viuda rica, de alta sociedad, llevaba en la época.

Pero, repito, la leyenda entremezclada con el mito, porque, como dije antes, existían ya imágenes de vestir.

Entonces, ¿lo que vemos hoy en día, serían las vestimentas de las viudas adineradas?

En efecto. Aunque también con sus sucesivas variaciones con las modas imperantes en el luto de la Corte. Aquí arrancamos con el luto en los Austrias con camisa, enaguas, verdugado, manteo, monjil, toca…Después llegarían los Borbones, que incorporarían tejidos, joyas y bordados cada vez más elaborados y suntuosos como broche del Barroco, pero ya queda acrisolada la forma de vestir a la Virgen. El verdugado permanece, sin embargo, van despareciendo los brazales, se elevan las tallas de las sayas hasta el pecho, y entra en el ajuar la toca. Ya en el siglo XVIII entraría el peto o brocamantón…y así hasta añadir postizos como lágrimas y pestañas; hasta poder llegar a nuestros días, donde recientemente se la llega a vestir de hebrea, para la Cuaresma.

Y ahora, mucho más personal, ¿cómo se viste a la Virgen?

En oración, recogimiento y a solas: el Vestidor, sus camareras y Ella. Ya nadie más entra, y nadie más la ve hasta que esté totalmente vestida. Primero encendemos una vela y se comienza con una oración. Se inicia quitándole los alfileres al manto…a la toca, a la saya…y una vez que ya se ha desprendido de toda prenda, se la vuelve a vestir; comenzando por las enaguas y terminando por el manto. Pero la tarea dura todo el año: nos encargamos de que su ropa esté planchada, limpia; los mantos de terciopelo bien estirados, de lo contrario se perderían; de limpiar las joyas de plata y sus coronas, almidonando las enaguas, de colocar sus ropas en enseres en las vitrinas. Todo para ir vistiendo a la Señora conforme a la Liturgia. Así tenemos que se cambia en Cuaresma, vistiéndose de hebrea; en Semana Santa con la ropa de salida, que es con la que procesiona (en el caso de La Fervorosa, tiene varias ropas de salida y abundante ropa de Camarín); en mayo, su mes; en la Fiesta de la Inmaculada…

Esto le impregnará un trato mariano especial, ¿es así realmente?

Pues sí, aunque de manera imperceptible, ya que antes todo el ajuar se guardaba en casa. Tanto es así, que, de pequeña, recuerdo como mi madre custodiaba la «peluca» del Cristo del Rescate. Aunque ahora ya existen las Casas de Hermandad, donde se recoge todo el patrimonio de las Cofradías; ha sido un gran adelanto, porque —desgraciadamente— se ha llegado a perder parte del patrimonio en esta dispersión.

¿Se ha visto alguna vez a sí misma como trasmisora de una Tradición?

Sí. Somos parte del culto mariano. Hemos sido tantos años camareras, en los que hemos trasmitido aquello que hemos recibido. ¿Cuántas habremos sido, desde finales del siglo XVI o principios del XVII, que hayamos vestido a Nuestra Madre? No lo sé, pero sí puedo afirmar que es una responsabilidad mayúscula en un trabajo callado en que los defectos son nuestros y los aciertos de Cristo.

Pero no todo ha sido camino de rosas, ciertamente. Los comienzos estuvieron llenos de apuros: el vestidor no llega, se viste y la ropa no cuadra, se La viste y no queda bien, etc. Recuerdo como anécdota la primera vez que la vestí: una vez terminada de vestir la Virgen, me resultaba extraño, no estaba como siempre. ¡Se me había olvidado el pollero!, que es la pieza que sujeta el mano, y caía lánguido sobre sus hombros. Hubo que volver a empezar de nuevo para que por fin todo quedara bien. La perseverancia se hacía virtud. Tanto era así, que no fueron pocas las veces, por ejemplo, que le tuve que hacer el lazo de General que lleva en la cintura, para que el nudo tuviera forma de una rosa.

¿Qué balance haría de su labor?

Sólo agradecer al Señor el privilegio inmerecido de haber vestido a su Madre. Y no hay nada más emocionante que ver a sus hijos dirigirse a Ella por sus calles: con lágrimas o con jaculatorias, con peticiones o plegarias; nunca he sentido más orgullo que bajar por la calle del Rojo con Ella en su trono, y ver a nuestros abuelos asomarse a los balcones —tras un año de espera— para lanzarle el más tierno de sus besos o las más sentidas de sus lágrimas.

Pero el verdadero balance será cuando el Señor me llame a rendir cuentas.

«El día que yo me muera,

que no pongan en el mármol

ni honores ni nobleza,

sólo quiero que me escriban

con las letras de mi amor

que yo fui tu camarera».

Agencia FARO, Círculo Tradicionalista de Baeza