No, no, no

El Papa Francisco ante una imagen de Lutero. AP/Alessandra Tarantino

Tres veces en la historia del cine el adverbio «no» repetido tres veces ha merecido, por su simplicísima elocuencia, condensar toda la tensión dramática de una escena; incluso de una película completa. A saber:

— Cuando la pérfida Eve Harrington, hacia el final de Eva al desnudo se derrumba, temblando de ira y de odio y llorando, sobre la cama, desenmascarada y sometida por el no menos pérfido Addison DeWitt e intenta negar la evidencia de sus mentiras y maquinaciones.

— Cuando el pérfido Canciller Palpatine, hacia el final de La venganza de los Sith se derrumba, temblando de ira y de odio, sobre el suelo de su despacho, desenmascarado y (casi) sometido por el no menos pérfido Maestro Jedi Windu e intenta negar la evidencia de sus mentiras y maquinaciones.

— Cuando la pérfida Primera Ministra del Reino Unido Margaret Thatcher, hacia el final de su mandato, ni derrumbada, ni temblando, ni llorando, desenmascara, sin poder nunca someter, las innegables mentiras y maquinaciones de M. Delors, Presidente de la Comisión Europea.

Margaret Thatcher

Y, sí, he dicho bien «de la historia del cine»: la tercera escena también está grabada (y todas tres pueden consultarse en interné) y, como todo el mundo sabe, la Cámara de los Comunes, primer analogado de todos los parlamentos del mundo, es una de las mejores escuelas de interpretación de la exquisita tradición teatral inglesa. A los hechos me remito.

Pretendo, por una vez, aplicarme a mí mismo la cita fílmica; de ahí la cuidadosa y, ciertamente, no exhaustiva elección de ejemplos, pues uno siempre se ha preciado —modestia aparte— de tener la hipnótica belleza de Eve Harrington, el dominio de la escena de Palpatine, y el estilo de la Sra. Thatcher. Mas, ¡oh cruel Fortuna!, heme aquí imponente como la mosquita muerta de Eve, con tanto estilo como el tétrico Palpatine y bello y fermoso como la Thatcher.

Palpatine

Y, yendo al grano, ¿qué me hizo gritar y desesperar así?, se preguntarán Vds. Ya hace tiempo de mi crisis nerviosa, de la que he podido reponerme satisfactoria y suficientemente, lo que me ha permitido ver las cosas con algo más de perspectiva y con algo menos de egocentrismo: llegados a este punto del pontificado de Francisco, entiendo que, quizá, no hace todo lo que hace para fastidiar. Llegué a sospechar, incluso, que había cosas que hacía sólo para fastidiarme, pero supongo que tiene mejores cosas que hacer…

Lutero es malo. Es malo como monje agustino, ya que faltó a la obediencia, rebelándose contra el Papa; faltó a la pobreza, dejándose querer y cortejar por los príncipes alemanes; y faltó a la castidad, queriendo y cortejando a la ex monja Catalina von Bora (después, Catalina Lutero). Lutero es malo porque, como todas las demás veces que en Alemania se ha iniciado alguna empresa de alcance nacional, Lutero y los suyos agitaron ya entonces con malicia los mismos viejos prejuicios racistas y antisemitas de siempre. La revolución luterana tuvo mucho de liberación de los «incivilizados» romanos y de los españoles, medio moros y medio judíos. Lutero es malo, porque lo dijo la Santa Madre Iglesia, en una época en la que la Santa Madre Iglesia, por más que su honra y su reputación estuviesen siendo arrastradas por el barro, aún se consideraba como y se erigía en autoridad moral y doctrinal suprema y, cuando juzgaba, lo hacía tras pausado y razonado examen de todos los argumentos. La bula Decet Romanum Pontificem, de 3 de Enero de 1521, confirma la excomunión del fraile, tras haberse éste negado a retractarse de sus errores, tal y como le apremiaba otra bula del mismo papa León X, la más conocida Exsurge Domine.

Lutero es tan malo, que no puede reivindicar a Lutero ninguna persona normal que haya leído a Lutero. Los luteranos tienen la «suerte» de que su religión haya evolucionado enormemente desde 1517, porque no se puede intentar justificar a Lutero con los textos de Lutero en la mano: Alberga un odio bilioso hacia la mujer que es difícil de igualar (aunque hemos de reconocer en Mahoma un digno adversario); sus invectivas contra el matrimonio son constantes y sus intervenciones en política oscilan radicalmente entre su apoyo simplón al campesinado alemán (con argumentos facilones de exaltación evangélica de la pobreza) y la adherencia sin fisuras a la causa del absolutismo en contra de esos mismos campesinos, e.g. «contra las hordas asesinas y ladronas mojo mi pluma en sangre: sus integrantes deben ser aniquilados, estrangulados, apuñalados, en secreto o públicamente, por quien quiera que pueda hacerlo, como se mata a los perros rabiosos». El individualismo, la incapacidad para reconocer las propias faltas, el discurso moral adaptable de individuo a individuo y todas las demás conquistas vaticanosegundistas protestantes son ideas cristianas que se han vuelto locas, que diría Chesterton. Y se han vuelto locas por leer a Lutero.

Así que, cuando el Papa de la Iglesia Católica o, por hablar en luterano, el Anticristo que gobierna a la Meretriz de Babilonia de Roma, visita el Reino Socialdemócrata de Suecia y se deja cortejar por las obispesas de la iglesia local, el Anticristo de 2016 no está en comunión con los Anticristos de los siglos precedentes. Y eso, a los malvados papistas, nos inquieta. Cuando el Sucesor de Pedro y Anticristo recibe, en ese lugar de perdición donde la Iglesia vive su Cautividad Babilónica a una delegación de protestantes finlandeses en el 5º Centenario de la Revolución Protestante y afirma que la Reforma «ha tenido un significado importante a nivel humano y teológico-espiritual» (salvo que «importante» pueda ser entendido en el sentido de «catastrófico»), el Sucesor del Anticristo del Vaticano no está en comunión con sus predecesores. Y, en fin, para mi desolación, cuando el Sumo Pontífice, Papa, Vicario de Cristo y Vicediós (y Anticristo) recibe en Octubre del año pasado, en el Aula Pablo VI a los participantes en la «peregrinación ecuménica» —sabe Dios qué será eso— que bajo el lema «De Lutero al Papa» vienen desde Alemania a Roma, no, ciertamente, a apostatar de sus numerosas herejías sino, tal vez, a proponer al Vaticano nuevas mejoras aún más luteranas de la «Misa 2.0» de Pablo VI y Bugnini, el referido Santo Padre organiza su aparición con una puesta en escena absolutamente apocalíptica, situado en el estrado presidencial, en medio de sendas imágenes de… Lutero y Jan Hus, una sola reacción es posible:

¡No, no, no, Santidad!

¿Cómo va a sanarse la herida abierta por los Anticristos de los siglos pasados, que llevaron al pobre fray Martín a la desesperada decisión de apartarse del redil romano para salvar la Fe y la Tradición, si Vuestra Santidad sigue vistiéndose de blanco y pretendiendo tener más autoridad que la obispesa lesbiana de Estocolmo? ¡No son formas!

Forma y contenido (liturgia y fe) se implican mutuamente. Recuérdense las palabras de los cardenales Ottaviani y Bacci, dirigidas al papa Pablo VI: «el Novus Ordo Missae, si se consideran los elementos nuevos que supone e implica, aunque sean susceptibles de una apreciación diferente, se aleja de manera impresionante, tanto en su conjunto cuanto en los detalles, de la teología católica de la Santa Misa tal cual la formuló el concilio tridentino en su XXII sesión, que, al fijar definitivamente los “cánones” del rito, erigió una barrera infranqueable contra cualquier herejía que mellase la integridad del misterio». Bien sabía Lutero que, lo antes posible, había que librarse de la Misa católica, que «es es la mayor y más horrible de las abominaciones papistas, la cola del dragón del apocalipsis». Pero aún queda mucho por hacer; supongo que eso es lo que vinieron a decirle todos esos protestantes tan simpáticos a los que no deja de recibir en Roma.

¡No, no, no, Santidad! ¡No niegue que Vuestra Beatitud es el Anticristo que quiere hacer católicos a los protestantes! ¿O acaso tiene otras maquinaciones que nos son desconocidas…?

G. García-Vao