Nuestra Señora de los Impacientes

Grupo de peregrinos. Foto: El Comercio

Quizá los numerosos y, en general, no excesivamente caritativos lectores que han tenido nuestras Cartas a un peregrino, no esperen que reincidamos. Pero hay que reconocer que una buena discusión, cuando es buena, puede ser muy interesante. Lástima que éste no haya sido el caso y que, lejos de responder, con razones y buenas maneras, a ciertas acusaciones y críticas nuestras que, tal vez, pudieron tener su parte de temeridad, las respuestas que hemos recibido hayan sido, en su mayoría, descalificaciones, amenazas entre lo cómico y lo patético y críticas muy mordaces por nuestro tono, sin que ninguno de nuestros lectores haya tenido el valor de decir ni en qué ni cómo hemos errado el tiro. Nos habría resultado interesante saber en qué nos hemos equivocado, en lugar de recibir las más inverosímiles «invitaciones» a extemporáneos duelos de honor, así como amenazas de denuncias y querellas, por «calumnias» e «injurias», ninguna de las cuales (¡y bien que nos hemos cuidado, que somos del gremio!) aparecen en las referidas cartas.

Creemos, en suma, que se trata de un problema desgraciadamente común en nuestro país, que es el de opinar sin saber o, más específicamente, criticar sin haber leído o habiendo leído a medias. Pero nosotros no podemos hacernos responsables de las deficiencias en la comprensión lectora de nuestros interlocutores; allá cada cual. Lean, se lo rogamos, con la misma caridad que nos exigen y que nos acusan de haber dejado de lado y, quizá, podremos entablar una discusión fructífera.

Empero, quizá no esté de más añadir, a modo de conclusión, algunas precisiones y consideraciones suplementarias que ayuden a ciertos exaltados a comprender el porqué de sus ridículas pataletas y, a nosotros, a explicarnos por qué tantos nos motejan con todo género de expresiones que no proceden en una tertulia entre gentes de bien.

En primer lugar, queridos peregrinos (aquí sí, y no antes, nos dirigimos a la masa indeterminada y no a un colectivo en particular), en nuestras Cartas hemos pretendido distinguir cuatro de las actitudes que hemos observado en el seno de esta, sin duda, bienintencionada aunque probablemente mal guiada comitiva. Sin presumir por ello ni que todos estén aquejados de alguna de ellas ni, mucho menos, que todas se den en todos. Así, cuando escribimos al «correligionario», no escribimos al «fiel de la Misa de siempre», ni al «patriota»; si un individuo pertenece, por accidente, a varias de esas categorías a la vez, deberá darse por aludido, si así lo considera, por lo que se dice en cada una de las cartas. Pero el carlista y tradicionalista químicamente puro no debería en principio, por ejemplo, considerarse incluido en el grupo de los «hermanos en Cristo» de la segunda misiva. Esto es una perogrullada que no necesita explicación, pero, aunque sea odioso reiterar, hay gente que no quiere leer y que sólo busca un pretexto para sentirse ofendida en su honor.

Porque la ofensa, el sentimiento y, en general, toda una serie de jerga posmoderna de la que no habíamos querido hablar hasta el momento, han eclosionado de tal forma en el reguero de reacciones que nuestras cartas ha suscitado, que nos vemos ahora compelidos a exponer, con toda la caridad y la paciencia que el Señor se digne concedernos, un problema de fondo, mucho mayor y mucho más grave que explica, si no todos, al menos buena parte de los precedentemente señalados: su tradicionalismo parece dolorosamente transido de posmodernismo o, si lo prefieren, Nuestra Señora de la Cristiandad corre un gravísimo peligro de convertirse en el instante woke de la Tradición.

Reconozcamos, en primer lugar, que expresiones como «normalizar» ya existían en la lengua española antes de que se apoderasen de ellas ciertos colectivos de los que ahora será cuestión. Pero reconozcamos también que, lo mismo pasa con «talante» y que, cualquier español que se acuerde de los siniestros años de Zapatero en la Moncloa no puede menos que asociar una y otros. Porque las lenguas están vivas y las palabras las utilizan seres humanos con una capacidad casi ilimitada de darle significado a las cosas: «normalizar», sea cual fuere su sentido primero y prístino, lo cierto e innegable es que, hoy, en nuestro contexto social y semántico, es el vocablo de moda que se utiliza para explicar el intento obstinado de las autoridades políticas de medio mundo y de sus grupos de presión asociados por hacernos aceptar lo moralmente inaceptable: «normalizar» es el verbo que acompaña a aberraciones morales como «homosexualidad», «transexualidad», «nueva masculinidad», etc. Así que, cuando se nos dice que la peregrinación de Nuestra Señora de la Cristiandad tiene por objetivo «normalizar la Misa de siempre», creo que a muchos nos suena mal; y con razón.

Se normaliza lo que no es normal y lo que no es normal puede serlo de dos maneras: o bien, simplemente, porque es estadísticamente infrecuente (e.g. «una tortuga albina no es lo normal»); o bien  porque es moral o legalmente inaceptable (e.g. «el asesinato de bebés no nacidos en el seno de sus madres no es normal en una sociedad que se pretenda civilizada»). Cuando las izquierdas biempensantes nos invitan a «normalizar la homosexualidad», lo que nos están diciendo es que debemos modificar nuestros parámetros morales para considerar moral y legalmente inaceptable lo que, por otro lado, seguirá siendo estadísticamente infrecuente. Es decir que nos hallamos ante el segundo tipo de anormalidad. Pero, ¿qué nos dice el tradicionalista biempensante cuando nos invita a «normalizar la Misa de siempre»? Dejemos las resonancias retóricas y contestemos, pues es mucho más interesante, la pregunta desde principios más sólidos.

Nosotros no queremos hacer pasar por normal algo que no lo es; nosotros no queremos «dar a conocer la forma extraordinaria del Rito Romano», como si fuésemos vendedores de «liturgias alternativas»; nosotros queremos que la Misa de siempre vuelva a ser «la» Misa, porque pensamos que la liturgia católica es una cuestión de bien común y no de gustos estéticos. Por eso, aunque agradecemos, a efectos puramente prácticos, la tolerancia de Benedicto XVI y de Francisco hacia aquéllos que profesan, como ellos dicen, «sensibilidades litúrgicas diferentes», no podemos entrar en ese molde, porque lo nuestro no es un capricho del que se presuma en Instagram ni en Twitter, es el Santo Sacrificio de la Misa, divinamente instituido por Nuestro Señor. Al igual que nos parece de todo punto inadmisible que exista un delito de «ofensa a los sentimientos religiosos», porque cualquier persona normalmente constituida sabe que los sentimientos no deberían interesar al ordenamiento jurídico (el sacrilegio es un crimen; el enfado de un feligrés, una justa consecuencia). Tampoco es razonable que existan excepciones a la ley litúrgica de la Iglesia sólo porque haya un grupito de fieles a los que la Misa extraordinaria les agrade más que la otra. Eso pone en entredicho no sólo la ley litúrgica, sino la propia autoridad de la Iglesia, que no debería regirse ni por sentimientos, ni por reivindicaciones «identitarias» de una u otra Misa, como si alguien tuviese derecho a ellas. Porque pensamos, para empezar, que nadie tiene derecho a una liturgia en particular. Ya puestos, nadie tiene un derecho estricto a la Misa. Ni a la Fe. Fe y liturgia y Misa son gracias que el Señor concede libremente a Sus hijos, quienes no han hecho otra cosa a lo largo de su secular singladura en este valle de lágrimas que conculcar, una y otra vez, sus propios títulos de salvación.

Tampoco entramos en reivindicaciones genéricas, apelando a vaguedades en torno a «España», con eslóganes vacíos como «aquí todos somos católicos y españoles, al margen de banderas», porque sabemos –la Historia lo muestra con recurrente rotundidad– que para construir algo, cualquier cosa, hay que aceptar los riesgos de ponerse una etiqueta. Los carlistas lo experimentamos en el 36, abrazando una bandera y una causa que no eran, integralmente, las nuestras, pero que eran las únicas que, en ese momento, podían abrazarse. La juventud católica española del s. XXI pretende haber superado toda esa dialéctica «guerravicilista», porque sus líderes les han persuadido de que, de algún modo, han de empezar «de cero» a edificar la Tradición española, sacudiéndose de las espaldas el yugo de viejos jefes y aún más viejas doctrinas. Además, ¿para qué quieren que la Comunión Tradicionalista acuda a la peregrinación? ¿Para que nos escondan, nos diluyan y nos prohíban sacar nuestras banderas, como sé de buena tinta que le ha sucedido al Partido Político CTC, grupúsculo escindido de la Causa de la Legitimidad?

No vamos a cuestionar, insisto, que las intenciones de la mayoría sean buenas. Es que tampoco creemos que los «turistas litúrgicos» que ven en la Misa de siempre esa especie de «suplemento vitamínico espiritual» lo hagan con mala intención. Que la hora es catastrófica, que la confusión reina por doquier y que la mayoría de los autodenominados católicos se parecen mucho más a Lutero que a Santo Tomás lo sabemos perfectamente. Pero eso no se va a arreglar comulgando con ruedas de molino, ni diciéndole a la gente que hace las cosas medio bien que las está haciendo genial. Que Nuestra Señora de la Cristiandad sea una iniciativa mejor encauzada que la peregrinación-más-concierto-de-rock en la plaza del Obradoiro que también tuvo lugar el pasado verano bajo los auspicios de la CEE, no significa que tengamos que asentir, aplaudir y animar a todo el mundo a tomar decisiones moderadamente buenas. Que la perfección no sea de este mundo no nos dispensa de intentar alcanzarla.

Muchos jóvenes, mucho entusiasmo y, sin duda, muchas buenas intenciones. Pero la Causa no vive de ilusiones, vive de trabajo, de esfuerzo, de paciencia y, aunque duela decirlo, de frustraciones y de resignación, que nos ha de llevar a no desanimarnos, justamente porque, he aquí el privilegio del cristiano, nuestra esperanza no está en los hombres, ni en las cosas de este mundo. Aun cuando parezcan apagadas todas las antorchas de la ciudad de Dios; aun cuando parezca que la hueste enemiga se cierne sobre nosotros desde todos los frentes. Porque Dios, aunque quizá no sea español, como dijo el conde-duque de Olivares, con total certeza «lucha por nosotros estos [y todos] los días». Pero no lo hará si intentamos hacer componendas con el mundo; si nosotros mismos intentamos combatir a medio gas; si tratamos de eludir las responsabilidades, las etiquetas y los estigmas que, inevitablemente en un mundo gobernado por el príncipe de la mentira, lloverán sobre nosotros con dolorosa cadencia.

Queridos lectores, ni les hablo desde el pedestal de un rancio abolengo carlista, ni de una ortodoxia aquilatada por años de impasible fidelidad a la Tradición. Como sé cuánto me queda por caminar y por aprender (camino de Covadonga, pero para emprender desde allí el camino del sur, que España se construyó contra el moro, con las oraciones vertidas sobre el Altar Mayor de la patria), sé también cuán necesarias nos son la paciencia, la humildad y el escuchar a quienes, antes –mucho antes– que nosotros, marcharon también por los mismos andurriales.

Que el Señor nos ilumine. Con mis oraciones,

Justo Herrera de Novella