El legitimismo de Martín Antoniano

«La familia de Carlos IV», por Francisco de Goya. Museo del Prado

En un reciente artículo «Juicios promonárquicos de tipo racional, histórico o instrumental» Martín Antoniano, colaborador asiduo y muy valioso de la La Esperanza y de la revista Verbo, hace una crítica de otro artículo de Rafael Gambra titulado «¿Monarquía instrumental?» (revista Siempre, julio de 1963). Como cita Martín Antoniano, Gambra denunciaba «un planteamiento de la monarquía muy en boga en la actualidad» que consistía en «la defensa de la Monarquía como mera técnica de gobierno apropiada a las necesidades de una situación. Lo que podríamos llamar una Monarquía instrumental o funcional, ‘Monarquía-fórmula’». Apoyado en este párrafo, Martín empieza por una aprobación: «Estamos de acuerdo con el insigne filósofo legitimista que la razón de defensa de la Monarquía española no puede descansar, en última instancia, en supuestas motivaciones de ‘bien común’ o ‘servicio del pueblo’». Pero luego viene la crítica que se funda en estas palabras de Gambra: «¿Cuál es entonces el verdadero motivo del monarquismo? No es ni puede ser otro que la lealtad histórica: allá donde ésta no se sienta, ni hay monárquicos ni existe posibilidad de restaurar una Monarquía». En su crítica Martín dice cosas como ésta: «Creemos, sin embargo, también, que la base última que establece Gambra en pro de la Monarquía no supera ese carácter instrumental tan bien denunciado por él». Y luego añade: «Decimos que estas razones aducidas, como fundamento principal de la Monarquía española, por el eximio profesor navarro, no superan el argumento instrumental, porque se trata de motivos de índole meramente racional e histórico-tradicional, siempre ligados a una meta primaria de ‘utilidad pública’: lo natural o tradicional es útil».

Ni lo que Martín Antoniano aprueba ni lo que reprueba del escrito de Rafael Gambra tiene el más remoto apoyo en las citas que aduce ni en el artículo en su conjunto. Yerra en lo que aprueba, pues Gambra no afirma en lo que Martín cita que el bien común sea un bien útil, ni cuando dice, en el mismo artículo, que «Rey y pueblo sirven a un orden natural de origen sagrado que está representado precisamente en la monarquía como institución». Y yerra en sus reproches. Porque es verdad que los argumentos de Rafael Gambra son racionales (como debe ser todo razonamiento) y que son histórico-tradicionales (si se quiere decir así, con notable oscuridad terminológica); pero es radicalmente falso que el sentimiento de lealtad histórica o tradicional, el orden natural de la ciudad o el bien común (por cuya defensa hasta la vida debemos entregar), puedan sensatamente calificarse de bienes instrumentales o útiles, sino que, al contrario, se sitúan en las elevadas cumbres del bien honesto.

Temo que el escrito de Martín Antoniano proyecta sobre el escrito de mi padre la sombra de sus opiniones y fobias, que son fobias y opiniones de jurista. En el artículo que comento declara: «La verdadera causa y título en favor de la Monarquía española [es] a saber: las Leyes o Derecho que la amparan y sostienen de iure, (…) ya que es la forma de gobierno establecida por las Leyes y el Derecho para las familias españolas». Esta descripción, oscura por redundante, queda comprimida y generalizada de manera más clara en otro artículo de Martín, también publicado en La Esperanza, donde paladinamente sostiene que «la Comunión es, primariamente, defensora de la ley y el derecho». No niego que la Comunión Tradicionalista deba defender la ley y el derecho, pero sí que haya de hacerlo primariamente; y además me parecen desproporcionadas muchas de las críticas y denuestos que Martín arroja desde su atalaya jurídica sobre unos y otros, en este y en otros escritos.

Santo Tomás escribió: «Como la ley se dice ante todo porque se ordena al bien común, conviene que cualquier precepto sobre una acción particular no tenga carácter de ley sino por orden al bien común». Por el contrario, en una frase de otro artículo de La Esperanza, Martín insiste «en la importancia suprema del respeto al derecho como base del bien común». Me inclino por Santo Tomás, porque el conocimiento del bien común precede de suyo a la ley, pues cualquier precepto no es ley si no se encamina al bien común. A su vez, el bien común tampoco es asunto palmario, como se evidencian los muchos errores que sobre él se cometen. Necesita fundarse en el conocimiento de la naturaleza del hombre y de su perfección, es decir en la metafísica y en la moral; lo cual a su vez quedaría cojo si la fe no nos permitiera conocer con entera certeza el bien común sobrenatural del hombre y del universo. El derecho positivo no tiene la prioridad que dentro del carlismo y del legitimismo que le asigna Martín Antoniano.

No es falso que el respeto al derecho pueda servir a los juristas para dar la necesaria concreción a la legitimidad del rey. Eso, sin embargo, no quita que, para los no iniciados en el derecho, se pueda alcanzar lo mismo, pero no gracias al sentimiento de respeto al derecho, sino al de lealtad histórica al monarca y a su ascendencia. Ambos, Gambra y Martín, quieren denunciar la ausencia de compromiso efectivo con la monarquía legítima de la que carecen las argumentaciones teóricas sobre el orden político cristiano y el carlismo, que no pasan del terreno especulativo. En realidad, creo que los dos quieren recalcar lo mismo, pero desde perspectivas diversas.

Lo malo es que Martín Antoniano convierte su respuesta jurídica ‒el respeto a las leyes positivas de la legitimidad‒ en principio absolutamente primero del carlismo; y desde él rebusca en los autores respetados por el carlismo cualquier texto que pueda contradecir, real o aparentemente, ese principio, para tildar sus escritos en bloque de tradicionalistas, ultramontanos, neomonarquistas, etc. Y así lleva al extremo una senda emprendida por Elías de Tejada contra Donoso Cortés o Balmes que a mi padre ya le parecía, si no errada, al menos desproporcionada e imprudente.   

Si el insensato racionalismo quiso demostrar la ética a la manera geométrica, como hizo Espinosa, igual, si no mayor, extravagancia sería hacerlo con algo tan complejo como la política y, más concretamente, con el ideario político del carlismo, donde confluyen disciplinas como la psicología, la sociología, la economía, la ética, el derecho y su historia, la metafísica y la teología (y por supuesto la lógica).

Aristóteles dijo que cuanto mayor sea la simplicidad del objeto de una ciencia, mayor es su rigor. A la inversa, escribió unas sabrosas frases sobre los intentos absurdos de imitar el método de los matemáticos en disciplinas de mucha complejidad:

«No se ha de buscar el mismo rigor en todos los razona­mientos (…). Las cosas nobles y justas que son objeto de la política presentan tantas diferencias y desviaciones que parecen existir sólo por convención y no por naturaleza. Hablando pues de tales cosas y partiendo de tales premisas, hemos de contentarnos con mostrar la verdad de un modo tosco y esquemático (…). Es propio del hombre instruido buscar la exacti­tud en cada materia en la medida en la que la admi­te la natu­raleza del asunto: evidentemente sería tan absurdo aceptar que un matemático empleara la persuasión como exigir demostraciones a un retóri­co <es decir a un ‘político’>».

Cito esto porque la idea de Martín Antoniano de «buscar el fundamento último que justifique que un católico español deba ser monárquico» y de hallarlo en el derecho denota una tendencia reduccionista, eco del racionalismo que deseaba aplicar métodos rigurosos a toda disciplina. Su respuesta «juridicista» comporta explícitamente un trato despectivo hacia argumentos «de tipo filosófico puro» o «histórico» e incluso argumentos «racionales» y «de Fe católica», que partan del «orden de la naturaleza», del «bien común», o de la tradición política. Y de eso, como de cualquier rebajamiento disciplinar del carlismo, debieran apartase sus teóricos actuales.

José Miguel Gambra