A la Inmaculada Concepción en el segundo aniversario de su definición dogmática

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Transcribimos a continuación un artículo publicado en el número 3.723 de LA ESPERANZA del día 8 de diciembre de 1856 con motivo, en aquel entonces, de la celebración del segundo aniversario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María. Este 8 de diciembre de 2022 se cumple el 168º aniversario de tal declaración dogmática y, publicando el mismo texto, nos unimos a la intención de los que nos precedieron.

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La Iglesia saluda hoy la aurora del gran día de la Redención. La tierna criatura que comienza a existir en el seno de la piadosa Ana, es la Mujer grande, cuya revelación está asociada con la catástrofe del Paraíso: la Mujer formada para dar a luz, en la serie de los tiempos, a Aquel que ha de salvar al humano linaje por una muerte afrentosa, y de atraer a sí el mundo cuando sea levantado en la Cruz: la Mujer prodigiosa, en quien el Eterno, para hacerla digna de destino tan alto, se ha complacido en derramar a manos llenas todo género de gracias y distinciones.

Si esa Mujer está llamada a aplastar la cabeza de la serpiente tentadora, ¿cómo cabe en las inteligencias ilustradas suponer que, ni por un momento, hubiese sido inficionada por la ponzoña del malévolo reptil? He aquí una sencilla cuanto poderosa reflexión que ha obligado a los más sublimes talentos a rendir el homenaje de una veneración profunda al privilegio de María que recuerda hoy la Iglesia católica, es decir, a la Inmaculada Concepción. Este privilegio fue desde luego anunciado por los Apóstoles para edificación de los pueblos por los cuales difundían la buena nueva, y especialmente en España por Santiago, san Pablo y los Varones Apostólicos; y tal es el origen de la robustísima tradición que ha mantenido siempre aquí esa creencia que nuestros mayores llevaban preferentemente en los corazones, cuya profesión esculpían en sus moradas, y que adoptaron por fórmula del saludo nacional.

Este privilegio, objeto de admiración para los Padres, así griegos como latinos, que las lumbreras de la Iglesia toledana encarecían en términos grandiosos y que hasta los comentadores árabes del Corán han declarado terminantemente en sus escritos, así como el argumento de razón indicado, que eleva su convencimiento al más alto punto, fueron proclamados solemnemente por varios Monarcas españoles, pero en especial, y de un modo hasta digno de que la historia recoja sus palabras, por D. Juan I de Aragón. En el edicto que este rey expidió en Valencia a 2 de febrero de 1394, restableciendo la fiesta de la Purísima Concepción en las provincias que había sacudido el yugo sarraceno, se lee entre otras cosas lo que sigue:

«¿Por qué se asombran algunos de que la Bienaventurada María, Madre de Dios, haya sido concebida sin pecado original, al paso que no ponen en duda que san Juan Bautista fue santificado en el vientre de su madre por el mismo Dios, que procediendo de lo alto del cielo y del trono de la Santísima Trinidad, se ha encarnado en las benditas entrañas de una Virgen? ¿Qué gracias podría el Señor negar a la mujer que le dio a luz por el prodigio sublime de su fecunda maternidad? Amando como ama a su Madre, debieron acompañar los más gloriosos privilegios su Concepción, su nacimiento y los demás actos de su santa vida.

»¿Por qué discutir sobre la Concepción sin mancha de una Virgen tan privilegiada, y respecto de la cual la fe católica nos obliga a creer tantas grandezas y maravillas, que no podemos admirar suficientemente? ¿No es motivo harto mayor de admiración para todos los cristianos el que una criatura haya engendrado a su Criador, y que haya sido Madre permaneciendo Virgen? ¿Cómo, pues, alcanzará el entendimiento humano a elogiar a la Virgen predestinada por el Omnipotente para poseer sin la menor corrupción las ventajas de la maternidad divina con la aureola de la más pura virginidad, y para ser elevada sobre todos los Profetas, Santos y coros de Ángeles, como Reina de ellos? ¿Cómo podía faltar pureza ni gracia de ninguna especie a tan excelente Virgen en el momento de su concepción? ¿Cómo se podría imputar la mancha del pecado original a la que oyó de un Ángel enviado por el Señor, Dios te salve María, llena de gracia, el Señor es contigo, bendita eres entre todas las mujeres? Callen, pues, los que con tanta indiscreción se pronuncian: y los que sólo pueden proponer vanos y frívolos argumentos contra la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; avergüéncense de propalarlos, porque era muy conveniente que se la dotase de una pureza tal que no pudiese imaginarse otra semejante después de la de Dios. Convenía también, en verdad, que la que tuvo por Hijo al Criador y Padre de todas las cosas, haya sido y sea siempre Purísima, muy hermosa y perfecta, como que desde el principio y antes de todos los siglos, por un decreto eterno de Dios, fue escogida entre las criaturas para llevar en su seno al que no cabe en e mundo entero y en la gran inmensidad de los cielos.

»Nos, que entre todos los reyes católicos hemos recibido de esta misericordiosa Madre tantas mercedes y gracias, sin mérito de nuestra parte, creemos firmemente que la Concepción de la bienaventurada Virgen, en la cual se ha dignado hacerse hombre el Hijo de Dios, ha sido de todo punto Santa e Inmaculada.

»Por lo mismo honramos con puro corazón el misterio de la Inmaculada y dichosa Concepción de la Santísima Virgen, Madre de Dios; y Nos y los de nuestra Real Casa celebramos su aniversario solemnemente, cual lo han verificado también nuestros muy ilustres predecesores de gloriosa recordación. Así que, mandamos que la fiesta de la Inmaculada Concepción se celebre cada año perpetuamente con grande solemnidad y respeto en los reinos a Nos sometidos, por todos los fieles católicos, religiosos, seglares, eclesiásticos u otras cualesquiera personas de toda clase y condición; y que en adelante no sea permitido, antes bien lo prohibimos en general a los predicadores y a los que dan lecciones públicas sobre el texto evangélico, que expresen, vociferen o sostengan de cualquier suerte cosa alguna que pueda en lo más leve perjudicar u ofender a la pureza de la bienaventurada Concepción (…)»

Pero ¡cuántas páginas nos sería preciso llenar si intentáramos, no ya comprender a la letra, sino únicamente citar los testimonios de los diversos siglos, así derivados de los fastos de la Iglesia, como los de las naciones católicas, especialmente de aquella a que nos gloriamos de pertenecer, en apoyo de la Concepción Inmaculada!

Particularmente los Papas y los Concilios han afirmado esta verdad del modo más lisonjero para la piedad de los fieles. No hablemos de las diferentes constituciones Apostólicas, en que se impone silencio a los maestros y predicadores que se propusieron combatirla. Las decisiones de Basilea y de Trento la habían elevado a un punto altísimo de comprobación.

En la sesión 21 del primero de estos concilios se declaró «piadosa, conforme al culto eclesiástico, a la fe católica, a la recta razón y a la Sagrada Escritura, y que como tal debía ser aprobada, guardada y seguida por todos los católicos, la doctrina consignada sobre que la gloriosa Virgen, Madre de Dios, jamás había estado sujeta al pecado original; sino que siempre había sido santa e inmaculada, y hallándose libre de todo pecado, así original como actual». Y os PP. Tridentinos, después de fijar en la sesión 5 la doctrina de fe sobre la culpa derivada de Adán, concluyen diciendo: «Declara, no obstante, este mismo Sagrado Concilio, que no es su intención comprender en el presente decreto, cuando del pecado original se trata, a la Bienaventurada e Inmaculada Virgen María, Madre de Dios».

Restaba únicamente que la Iglesia pronunciase sobre tan interesante y glorioso misterio su última palabra. La cuestión, al parecer, había llegado a su completa madurez, para que recayese una definición dogmática terminante. Los fieles lo deseaban ardientemente; los monarcas católicos los pretendían con ahínco, habiéndose los Reyes de España señalado en este punto por sus instancias cerca de los Sumos Pontífices, y por la creación de juntas cuyo destino era apresurar por todos los medios posibles el momento suspirado. Cupo a nuestro siglo la gloria de presenciar ese suceso memorable, y a Pio IX la de proferir, inspirado por el Espíritu Santo, hoy hace dos años, la decisión dogmática que debía de cortar toda disputa sobre la concepción Inmaculada de la Madre de Dios, condenando por hereje a cualquiera que osase contradecirla: declaración apoyada por el consentimiento general del Episcopado católico, que han oído con entusiasmo y profunda sumisión doscientos millones de fieles.

Cuando el Ángel apellidó a María llena de gracia y bendita entre todas las mujeres, esa proclamación del Paraninfo celestial fue el anuncio de un misterio altísimo, y abrió, por decirlo así, las puertas del cielo a los míseros mortales que iban a ser regenerados en la sangre de un Dios. Ahora que el oráculo de Roma nos ha venido a dar la perfecta explicación de aquellas palabras sublimes, ¿qué nueva maravilla se va a operar sobre esta tierra, al parecer estéril para el bien?

Sin que pretendamos sondear los arcanos celestiales, nos es permitido esperar ahora algo grande, algo que mejore notablemente nuestra triste posición. No importa que sean pequeñas, que sean casi ningunas las esperanzas que, en lo humano, podamos abrigar de más próspera suerte, en estos días en que sería permitido decir con exactitud que los gobernantes y los súbditos han errado por lo general sus caminos. Escrito está que el poder de Dios no tiene límites, y que cuando se propone consolar en sus desgracias a la pobre humanidad, no necesita de extraño auxilio para cambiar de repente la faz del mundo. A fin de curar los males de las naciones, le será suficiente decir: Levantaos, y andad, como al paralítico del Evangelio.

LA ESPERANZA