PÓRTICO

Cuando en 1844, dos lustros después de la usurpación liberal, nació el periódico La Esperanza, a sus redactores se les hacía demasiado largo el tiempo de sus sufrimientos: «Diez años ha que gime España bajo la tiranía de los partidos que alternativamente se han apoderado de su gobierno; años de continuas tentativas y repetidos ensayos, cuyo único resultado ha sido la general convicción de que todos son impotentes para labrar su felicidad».

A los 186 años de esa fecha renace hoy ese periódico, cuando los carlistas llevan a sus espaldas un pesar y una indignación casi bicentenarios. Como entonces podríamos encarecer los males provocados por la tiranía de los partidos o del partido único. Porque los males, de suyo, no generan sino males cada vez más repugnantes y pringosos. Males que aquellos carlistas de primera hora no podían ni imaginar. Pero ante esos males ‒¿para qué enumerarlos?‒ crece proporcionalmente en nosotros una indignación igual que la suya, debida a que «la revolución, que tiene por instinto y tarea favorita el destruir, ha sembrado por do quiera de ruinas esta nación, cuya prosperidad íbase cimentando sobre sólidas bases en los últimos años del monarca difunto en 1833».

Tampoco en esta nueva etapa el designio del periódico difiere en nada del que inspiraba su primera versión. Por entonces sus redactores se proponían «consolar al pueblo víctima de los errores y desaciertos de sus hombres de Estado, y a ofrecerle en medio de la desgracia común el lenitivo de La Esperanza. La nuestra apóyase en la fundación de un gobierno verdaderamente nacional; un gobierno que no lo sea de partido». Hoy la Comunión Tradicionalista se quiere enfrentar a esa constitución que basa en los partidos su engañosa participación política. Y, cuando en España ha puesto en marcha el partido llamado Candidatura Tradicionalista, lo ha hecho con la intención, paradójica en apariencia, de suicidarlo, haciendo caer constitucionalismo y partidos a la vez, para reponer el orden político cristiano y reavivar así la esperanza del pueblo carlista. Porque la esperanza no consiste en un vago sosiego sentimental, sino en la expectativa de alcanzar un bien arduo, futuro y posible.

La finalidad de este renovado periódico prolonga la de 1844, que en aquel tiempo se resumía de esta manera: «Monarquía y Religión: he aquí las áncoras de nuestra Esperanza: he aquí los objetos preferentes de la polémica de nuestro periódico». Monarquía y Religión, Altar y Trono como gusta decir al P. García Gallardo. Sobre esos mismos cimientos se apoya este periódico en su nueva andadura. La esperanza es virtud teologal, que procede de la gracia divina y a la divina bienaventuranza apunta. Mas, como dice Santo Tomás, también se dirige a los medios terrenales a través de los cuales deseamos y avizoramos alcanzar la felicidad eterna. Y el principal de esos medios es la monarquía legítima cuya titularidad hoy sólo puede recaer en S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón, y cuya amplitud abarca la común Patria Hispánica, de uno a otro confín.

«Igualmente ‒añadía el prospecto anunciador de La Esperanza‒ anhelamos el restablecimiento de nuestra sincera y filial correspondencia con el vicario de Jesucristo; y que brille pronto en el horizonte español, radiante, pura y sin mezcla de siniestros vapores, la antorcha de la religión sacrosanta cuya unidad es ley invariable del Estado desde los tiempos de Recaredo; en cuyo nombre nuestros abuelos acometieron y llevaron a cabo las más gloriosas empresas inclusa la conquista del Nuevo Mundo, y sobre bases robustas asentaron la majestad de un trono que no cesaba de alumbrar el sol».

En fin, si grande era la tarea de los carlistas que leían La Esperanza primera, la nuestra no es grande, sino enorme. En la generación de las virtudes teologales, la fe precede a la esperanza y a la caridad, y la esperanza a la caridad. De manera análoga, el contenido prioritariamente político de este periódico insistirá primero en difundir la doctrina tradicional, de cuyo conocimiento habrá de seguirse luego la esperanza de su instauración, promoviendo el orden político de una comunidad que contribuya cuanto pueda a encaminar a los hombres a la caridad con el prójimo y con Dios. El carlista es paciente, como decía Manuel de Santa Cruz. No centra sus anhelos en contemplar la victoria que sabe asegurada a Nuestro Señor. Le basta la victoria sobre sí mismo y saber que ha hecho cuanto ha podido.

José Miguel Gambra, Jefe Delegado de la Comunión Tradicionalista.