Tradición y juventud (I). Ante la tentación voluntarista

una de las virtudes más estimadas en los jóvenes era precisamente la docilidad, el hábito de saberse dejar enseñar y aconsejar por los que ya saben

Publicaremos en tres entregas consecutivas el discurso pronunciado por el portavoz del Círculo Tradicionalista Alberto Ruiz de Galarreta durante los actos centrales que tuvieron lugar en Valencia, con motivo de la fiesta de los Mártires de la Tradición.

***

Reverendos padres, respetados miembros de la Secretaría Política de Su Alteza Real Don Sixto Enrique de Borbón, queridos correligionarios y amigos todos:

No puedo comenzar sino agradeciendo de corazón el inmenso honor que se me otorga dándome voz en un acto tan entrañable y venerable para nuestra vieja Comunión como es éste, en que recordamos en el afecto, la gratitud y la oración a quienes entregaron su vida en oblación santa por Dios, por la Patria y el Rey. Honor inmenso, pero que no merezco: ni por mis saberes, que son escasos; ni por mis dotes oratorias, que son mediocres; ni por mi perseverancia en la Causa, pues apenas puede decirse que soy neófito en estas nobles lides.

Trataré, sin embargo, de corresponder como mejor pueda al encargo que se me ha confiado, y que no sin reservas he aceptado, con unas breves y sencillas consideraciones. El asunto sobre el que se me ha invitado a hablar, se lo adelanto desde ahora mismo, es la importancia de la militancia política, y concretamente la militancia legitimista, de los jóvenes. Pero al abordar esta cuestión debemos desembarazarnos de muchos equívocos, relativos tanto a la concepción de la juventud, como al legitimismo.  Como no quiero abusar de su paciencia, me limitaré a dar sólo algunos brochazos.

En primer lugar, conviene huir del culto tan típicamente moderno a la juventud. En un primer momento, el de la modernidad fuerte, este culto era evidente: una exaltación de la potencia física, de la fuerza y la vitalidad, y un desprecio rotundo a la vejez. El idealismo hegeliano y el romanticismo crearon ese caldo de cultivo tan típico de la Europa de entreguerras y de los totalitarismos; una atmósfera voluntarista de la que también se contaminaron algunos grupos en la España de los años 30, destacadamente el falangismo, y que dio el tono a los primeros años del régimen de Franco: «¡Paso a la juventud revolucionaria!», «¡El mañana nos pertenece!». A veces se llegaba al ridículo de exigir menos de cierta edad —35 años— para poder desempeñar puestos de mando.

Se trata de una actitud radicalmente opuesta a la visión clásica. En el mundo clásico la vejez era muy ponderada (ahí está De Senectute de Cicerón, por ejemplo) pues se asociaba con la experiencia, imprescindible para adquirir la prudencia —que siempre se ha considerado virtud propia de quienes ya peinan canas— y con la auctoritas de los hombres sabios. Ese respeto e incluso veneración por la ancianidad cristalizó políticamente en la institución del Senado y en los diferentes Consejos de hombres experimentados, y por eso los políticos jóvenes se dejaban largas barbas para hacerse respetar. Por eso una de las virtudes más estimadas en los jóvenes era precisamente la docilidad, el hábito de saberse dejar enseñar y aconsejar por los que ya saben, que es el único modo de adquirir la verdadera prudencia. Pero esta visión clásica se incardina en toda una antropología del arraigo, de la continuidad venerable, del respeto y de la piedad hacia los mayores. De la tradición, en una palabra.

El adanismo de las ideologías modernas «fuertes», que pretendían construir e incluso inaugurar la historia, choca frontal y brutalmente con esa visión clásica. Se rompe la armonía entre vejez y juventud; los jóvenes se convierten en los protagonistas de los acontecimientos, son ellos los que encarnan el espíritu de la época, «el sentido de la Historia», y se abre una lucha generacional que quiebra la continuidad, el arraigo, la tradición, oponiendo maniqueamente lo «antiguo» —malo— frente a lo «nuevo» —bueno—.

Esta primera tentación que nos ofrece la Modernidad puede ser rechazada con cierta facilidad cuando descubrimos el sentido profundo de la verdadera noción de tradición. Aquí podríamos evocar a tantos y tantos gigantes del pensamiento tradicional hispánico… Uno de los textos más vibrantes sobre ello quizá sea el luminoso discurso de Vázquez de Mella en el Parque de la Salud en 1903. Recordando al celebérrimo orador asturiano, podríamos decir que las generaciones jóvenes son el anillo vivo de una cadena de siglos; anillo que no tiene derecho a amotinarse contra ella, rompiendo esa trama social que atraviesa las generaciones.  Más aún: tradición (traditio) significa entrega, y en ella —más allá de una mirada superficial— el papel activo lo tiene el accipiens, no el tradens; quien recibe la tradición tiene el deber de custodiarla y perfeccionarla siendo consciente de que él deberá, a su vez, transmitirla. De lo contrario, si descuida lo recibido o si lo entrega a los enemigos, contra las exigencias de la lealtad, ya no hablamos de tradición sino de traición (que tiene idéntica raíz etimológica): de una entrega desleal. Y en este punto enlazamos precisamente con el legitimismo.

(Continuará)

Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta