El entonces Obispo de Canarias J. J. Romo publicó sus ideas en 1842 en la obra titulada Independencia constante de la Iglesia Hispana y necesidad de un nuevo Concordato. Ya la tenía escrita desde octubre de 1840 en forma de exposición a María Cristina, pero se retrasó su aparición debido, entre otras cosas, al proceso que se le incoó hacia abril de 1841 tras acabar de salir impresa una primera parte de su manuscrito en calidad de folleto bajo el encabezamiento Incompetencia de las Cortes para el arreglo del Clero. Fue condenado por el «Tribunal Supremo» en octubre de 1842 a dos años de destierro, pero por motivo de otras dos exposiciones que había destinado a Espartero con fechas de 16 de Julio y 20 de agosto de 1841. Estuvo confinado en Sevilla hasta el «decreto» de 6 de febrero de 1844 por el cual el nuevo régimen moderado, como «medida de gracia», le levantó la pena a él y a otros Obispos que habían sufrido similar castigo durante la anterior década revolucionaria radical de 1833-1843.
En todos estos escritos Romo se dirigía contra varias de las políticas liberal-galicanistas que durante esa década se perpetraron para tratar de conseguir un control completo sobre la Iglesia. Lo cierto es que el advenido régimen narvaísta no dejó de continuar esa misma línea galicanista, pero usando métodos menos violentos y más suaves, lo cual –como bien señalaba Vicente Pou en un manuscrito suyo de mediados de 1845 publicado por J. Mundet i Gifre en 2003– resultaba aún más peligroso porque podía de modo más seguro proceder a debilitar la oposición católico-realista y facilitar una progresiva consolidación liberal.
La obra al principio mencionada tiene cierta relevancia por ser la primera en que un Obispo español preconiza el sistema liberal de corte americanista como la alternativa idónea para la libertad de la Iglesia frente a la versión galicanista del liberalismo: «la Iglesia y el Estado –sentenciaba Romo–, caminando paralelos sin inclinarse a un lado ni a otro, prosiguen a la vez, nunca encontrándose, hacia su término, la felicidad eterna y la temporal. La Unión americana, que es la que más observa rigurosamente este principio y también la que más progresa, presenta el modelo más acabado a que deben dirigirse los gobiernos de todas las naciones. Los Obispos no aspiran a más gracia». Lo cierto era que, de igual manera que casi ningún Prelado español –se podría citar el caso del citramontanista Obispo de Astorga, Félix Torres Amat– defendía por entonces como modélico el sistema liberal galicanista hasta entonces practicado por la Revolución, tampoco gozaba de simpatías en el episcopado español la posición en favor del liberalismo americanista del Obispo Romo, el cual venía a sumarse a la postura en boga en aquellas fechas dentro del llamado «Partido Católico» francés, cuyos líderes presentaban a los sistemas constitucionales americano, belga o británico como ideales para su defensa de la libertad de la Iglesia (y, en particular, de su libertad de enseñanza) contra el Estado orleanista, continuador del galicanismo inherente al Antiguo Régimen francés.
La postura preconciliar mayoritaria ultramontanista de los Obispos españoles (tipificada por el Sacerdote Balmes) fue de ahí en adelante, por orden de Roma, la de firme adhesión a todo Poder fáctico y su Constitución, pero sin admitir su teoría liberal. Evidentemente, para los católicos legitimistas la única coherente actitud frente a la Revolución era la total oposición, ejemplificada por los pocos Obispos que permanecieron leales al Rey Carlos V, empezando por el Obispo de León, Joaquín Abarca. Los excepcionales Obispos posteriores que siguieron esta misma sana línea de conducta, no pudieron manifestarla –por razón de la pastoral política propugnada desde Roma– en esa misma forma explícita, pero se mostraba claramente de manera implícita a través de sus palabras y actos: tal el caso de un Cardenal Caixal, de un Cardenal Monescillo, o de un Cardenal Segura.
El libro de Romo generó críticas en ese ámbito mayoritario eclesiástico (incluido Balmes), tal como reconoce el Obispo en el prólogo a su segunda edición (1843). Pero la contestación más fuerte provino del carlista Magín Ferrer con su trabajo Impugnación crítica de la obra titulada Independencia etc. (1844). Fue seguida de otras dos partes más, de orden histórico-canónico, tituladas Historia del Derecho de la Iglesia en España y publicadas en 1845. Romo replicó con tono áspero en sus Cartas del Obispo de Canarias al censor de su libro Independencia etc. (1847), suscitando ese mismo año una última y breve contrarréplica del religioso mercedario: Carta dirigida al Excmo. Señor Obispo de Canarias. Menéndez y Pelayo alega que la razón de la réplica de Ferrer radica en los ataques que Romo hace a los carlistas en su Independencia. Estos ataques son ciertos, p. ej. en este pasaje en el que pretende comparar la legalidad foral con el liberalismo americanista: «Los vascos, prescindiendo de su culpabilidad demasiado grave en la guerra civil tan funesta a España, son los únicos pueblos de Europa que disfrutan la libertad casi a nivel de los anglo-americanos, por cuya razón sus fueros, garantidos [?] en el Convenio de Vergara, merecen ser estudiados con mucha detención». Pero la réplica de Ferrer es también doctrinal, y así se refleja cuando contesta a la anterior primera cita de Romo: «¿Qué quiere decir este lenguaje, sino que se ha de borrar la ley fundamental de la unidad religiosa; que el Monarca español (si es que el autor no quiere que la España adopte también las formas republicanas) ha de mirar con indiferencia la Religión católica; que cada español en particular, ha de poder forjarse una religión a su modo, y aun renunciar a todas; que la Iglesia ha de ser insensible a tanta impiedad?».
Félix M.ª Martín Antoniano
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