Legitimismo, condición irrenunciable

EL «TRADICIONALISMO» AJENO AL LEGITIMISMO SE PRECIPITA A LA ELIMINACIÓN DE SU VIGENCIA PRÁCTICA

Su Alteza Real don Sixto Enrique de Borbón

El legitimismo se ha configurado como elemento esencial de la reacción católica legítima frente a la tiranía revolucionaria. No obstante, en ocasiones, encuentro «tradicionalistas» que lo estiman como algo accesorio, un adorno venerable que ha perdido su importancia con el paso del tiempo.

Esta actitud condena al tradicionalismo al mundo de las elucubraciones. Mundo que va desde las tertulias de salón hasta el folclorismo más ridículo, pasando por la repugnante senda de los posibilismos varios. El enganche histórico del tradicionalismo español con el legítimo no sólo no es baladí, sino que constituye la perdurabilidad del mismo a través de la Historia. Sin una familia real que encabezase la reacción, el tradicionalismo habría perdido una de sus características más fundamentales, su aplicación práctica. Ante las dudas sobre las propuestas carlistas, nosotros miramos hacia la figura legítima como respuesta a las mismas. El legitimismo no sólo responde al deber de justicia para con la víctimas de la usurpación, sino que da cuerpo a la venerable doctrina reaccionaria.

Es por ello que el «tradicionalismo» ajeno al legitimismo se precipita a la eliminación de su vigencia práctica. Así, surgen varios caminos de «escape».

El primero es el que, perdida la dimensión práctica de la doctrina, corre a combatir en el mundo de las ideas, generando un platonismo ajeno a la realidad que hace del carlismo una quimera legendaria que corta cabezas de dragones tuiteros furibundos. No debemos confundir esta actitud con la teorización, actitud necesaria que se viene desarrollando desde el siglo XIX, coexistiendo con la subordinación a la autoridad legítima. La diferencia estriba en la condición de idea impracticable que cuando se le exige concreción opta o bien por encogerse de hombros o bien por iniciativas locales que no obedecen más que a sí mismas o, quizás lo que es peor, a los desobedientes anteriores.

Esta idea hila con la segunda vía de escape. La pérdida del legitimismo, encarnación de la legitimidad política, tiene como consecuencia necesaria la pérdida de legitimidad del propio discurso por sus autores. Cuando se pierde el legitimismo, la presentación del «tradicionalismo» ajeno al legitimismo como continuador de la España legítima es irrisoria. Lo es porque han roto la cadena de continuidad de los siglos, y los nobles períodos que dicen continuar se convierten muchas veces en coartadas para defensa de personajes concretos que tienen poca capacidad de representación ajena a la de ellos mismos. Ello me recuerda a la idea que Rafael Gambra esgrimía contra el falangismo hablando de su «conexión» con los Reyes Católicos, sosteniendo que su retrotracción a períodos áureos se legitimaba en que el tiempo transcurrido era tal que ese pasado no imponía la condición de vinculante que sí poseía el Antiguo Régimen ante la usurpación liberal.

Aunque ya apuntado, el último sendero umbrío que le queda al «tradicionalismo» no legitimista es el posibilismo. Ante la impracticabilidad de la doctrina, el enemigo tienta con el mal menor, lo menos malo, la defensa de principios concretos o locales fuera de un sistema completo… Así, el apoyo a estas corrientes va encaminando a los llamados a reaccionar hacia un apoyo gruñón del sistema contra el que estaban primeramente.

Miguel Quesada, Círculo Hispalense

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