Los mártires de la Bandera católico-monárquica

CREEMOS QUE TODOS ESTOS ARGUMENTOS TEOLÓGICOS JUSTIFICAN MÁS QUE DE SOBRA LA LICITUD DE LA CELEBRACIÓN DE LA FIESTA DE TODOS LOS MÁRTIRES CATÓLICOS CARLISTAS

Visita del Rey de España Carlos VII al Hospital de Irache (Navarra). (Grabado de José Luis Pellicer).

Santo Tomás, en su Suma Teológica, al interrogarse por la naturaleza virtuosa del martirio, responde afirmativamente (II-II, q. 124, a. 1, trad. BAC): «compete a la virtud permanecer en el bien de la razón. Dicho bien consiste en la verdad como su propio objeto, y en la justicia como efecto propio»; ahora bien, «pertenece a la razón del martirio mantenerse firme en la verdad y en la justicia contra los ataques de los perseguidores».

Después, en el artículo 4, el Aquinatense recuerda el sentido propio del término: «mártir significa testigo de la fe cristiana», y «para la razón perfecta de martirio se exige sufrir la muerte por Cristo». Ahora bien, con respecto al requisito de la muerte, no ve inconveniente en que se pueda hablar «del martirio por una cierta analogía» en tantos otros casos en los que se padece seriamente por esa misma fe sin llegar a producirse la muerte. Y, en relación a la fe como causa del martirio, aclara en el siguiente artículo 5 que ella debe entenderse de un modo amplio, ya que Cristo predicaba «Dichosos los que padecen persecución por [causa de] la justicia», y «a la justicia –enseña el Santo de Aquino– pertenece no sólo la fe, sino también las demás virtudes. Por tanto, también ellas pueden ser causa del martirio». Por eso, «padece como cristiano no sólo el que sufre por la confesión de su fe de palabra, sino también el que sufre por hacer cualquier obra buena, o por evitar cualquier pecado por Cristo: porque todo ello cae dentro de la confesión de la fe». Y así, por ejemplo, «siendo pecado toda mentira […], evitar la mentira, aunque sea contra cualquier tipo de verdad, puede ser causa del martirio, en cuanto la mentira es un pecado contrario a la ley divina»; y, por otra parte, aunque «el bien divino, que es la causa propia del martirio, está por encima del bien humano», y por eso la Iglesia no contempla como mártires propiamente dichos a «los que mueren en defensa de la respublica […] pues no se celebran los martirios de los soldados muertos en guerra justa», sin embargo, «como el bien humano puede convertirse en divino si lo referimos a Dios, cualquier bien humano puede ser causa del martirio en cuanto referido a Dios».

Creemos que todos estos argumentos teológicos justifican más que de sobra la licitud de la celebración de la fiesta de todos los mártires católicos carlistas que, como hostias vivas, ofrendaron a Dios su sangre, sudor y lágrimas en defensa de la verdad y de la restauración de la justicia. En la carta que Carlos VII dirigió a su Jefe Delegado, el Marqués de Cerralbo, el 5 de Noviembre de 1895, instituyendo esta fiesta, empieza diciendo el Rey: «Grandes son los progresos que, merced […] a la fuerza de persuasión de la verdad y la justicia, tenaz y serenamente confesadas, ha logrado nuestra Causa». A continuación, el Monarca, evocando a las grandes figuras de renombre junto a los otros millares y millares de héroes anónimos (para los hombres, no para Dios) que dieron sus vidas por la Bandera realista, exclamaba: «Todos morían al grito de ¡viva la Religión!, ¡viva España!, ¡viva el Rey!». Y agrega: «Con la misma sagrada invocación en los labios, ¡cuántos otros han entregado el alma a Dios, mártires incruentos, en los hospitales, en la emigración, en las cárceles, en la miseria, matados aún más que por el hambre, por las humillaciones, y todo por no faltar a la fe jurada, por ser fieles al honor, por no doblar la rodilla ante la usurpación triunfante!». Bueno es recordar, asimismo, que esta fiesta la instituyó Carlos VII, no sólo para conmemorar a los leales españoles defensores de la Legitimidad desde 1833 en adelante, sino también «en honor de los mártires que desde el principio del siglo XIX han perecido a la sombra de la bandera de Dios, Patria y Rey en los campos de batalla y en el destierro, en los calabozos y en los hospitales», es decir, los mártires peninsulares contra Napoleón (1808-1814) y contra la Constitución (1820-1823), y los mártires indianos contra las incipientes Repúblicas (1808-1833). El Rey termina su carta precisando que en esta fiesta «debemos procurar sufragios a las almas de los que nos han precedido en esta lucha secular, y honrar su memoria de todas las maneras imaginables para que sirvan de estímulo y ejemplo a los jóvenes y mantengan vivo en ellos el fuego sagrado del amor a Dios, a la Patria y al Rey», proponiendo seguidamente algunas prácticas oportunas al respecto.

Quizá la táctica dialéctica sofística más perversa y eficaz que han utilizado los enemigos del Estandarte católico-monárquico haya sido el pretender reducir deformadoramente a los católicos leales españoles a la categoría –generalizada en el mundo del liberalismo imperante contemporáneo– de simples «partidarios», esto es, integrantes de un mero «partido político» más, capitaneado por un «líder político» tan convencional como otro cualquiera, y adscrito a una «opinión ideológica política» igual de válida que las demás ofrecidas en el mercado de variedades dentro del marco «neutral» del constitucionalismo rampante. Pero la indignación llega al colmo cuando se presencia con dolor cómo el pastoralismo político vaticano (preconciliar o postconciliar, da lo mismo, ya que en este aspecto no se diferencian substancialmente entre sí ambos períodos) ha asumido completamente en su discurso esa misma falacia dialéctica anticarlista, repitiendo continua e improcedentemente a los católicos legitimistas españoles la consabida acusación de querer «enfeudar la Religión o la Iglesia a un partido político o a una forma de gobierno». No. Esta acusación es en verdad correcta para todos los pseudocatólicos enemigos de la Causa carlista, los cuales ciertamente se dedican a encumbrar en el Poder, a su antojo y arbitrio, por la sola fuerza, a determinados sujetos intrusos, y tratan a su vez de cohonestar el ilegítimo atentado cometido confeccionando a posteriori teorías políticas no menos gratuitas y caprichosas a la par que condenadas por la propia Iglesia en su Doctrina Social tradicional. La Causa carlista, por el contrario, se funda única y exclusivamente en la obligación moral, ordenada por la doctrina católica, de respetar los ordenamientos jurídico-legales católicos que rigen en las comunidades políticas católicas (en este caso, las españolas), y que nunca pueden ser abrogados por el anticatólico, ilegal y antijurídico «derecho» nuevo o constitucionalista; y, por tanto, la obligación moral de respetar la forma política fijada o determinada por esa misma legalidad (es decir, la Monarquía Católica hispánica), así como los derechos o legitimidades que nacen de sus Leyes: entre esos derechos o legitimidades se incluye el relativo a la suprema potestad monárquica española, razón por la cual es también, por último, obligación moral acatar a la persona concreta que en cada momento posee dicha legitimidad, con el consiguiente deber de hacer lo posible por restituirle efectivamente en la posesión de su derecho en caso de que de facto se vea eventualmente despojado del mismo por cualquiera de los sucesivos representantes de la Revolución anticrística hodierna.

Los católicos carlistas, por lo tanto, se limitan a cumplir con su obligación católica de defender la verdad y luchar por la restitución de la justicia, que cae bajo la razón de precepto. Muchos de ellos, además, van más allá de esta obligación moral, realizando actos heroicos que caen bajo la razón de consejo. Todos aquellos que, en ambos casos, han muerto, o sufrido gravemente de algún u otro modo, por la restauración efectiva del Rey o Regente legítimo español, entran dentro de la condición de mártires, de acuerdo con las explicaciones de Santo Tomás, y son los que rememoramos y por los que oramos en la Fiesta de los Mártires de la gloriosa Bandera católico-monárquica. Bandera que está comprendida, en definitiva, en la Bandera de Cristo Rey, pues, como bien sentenciaba el gran publicista carlista valenciano Aparisi y Guijarro, menos de dos meses antes de su muerte: «La cuestión carlista es más que una cuestión española; es una cuestión europea. Es más, mucho más que una cuestión política: es una cuestión social y religiosa: de suerte que, en nuestros aciertos o errores, está interesada Europa; y, si es lícito usar de una frase atrevida, no sólo están interesados los hombres, sino que lo está Dios mismo». («Ideas sueltas», La Regeneración, 10/09/1872).

Félix M.ª Martín Antoniano

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