En la serie de bicentenarios que se han venido conmemorando en estos últimos años con motivo de los importantes acontecimientos sociopolíticos de nuestra Historia que se fueron verificando durante todo el reinado de derecho de Fernando VII desde que éste se iniciara en 1808, creemos que ocupa un lugar primordial el que podría conceptuarse como el último de dicha serie: el de los diez años que siguieron a la 2ª Restauración monárquica, a los que la tendenciosa historiografía liberal denomina hasta nuestros día con la etiqueta de «década ominosa». Nosotros nos atrevemos a adjuntarle, en cambio, el calificativo de decisiva, pues en ese periodo quedan aclaradas y fijadas definitivamente para el porvenir las dos cosmovisiones jurídico-sociopolíticas irreductibles que, desde la invasión napoleónica, habían estado chocando entre sí a la vez que perfilando sus respectivas posiciones en el marasmo confuso de los trascendentales eventos sucesivos habidos en aquellos tiempos.
El afrancesado Sebastián Miñano, en un Memorial de Abril de 1826 enviado a su congénere de facción ideológica Luis López Ballesteros (Secretario del Despacho de Hacienda), y remitido a su vez –algo retocado– por éste al Rey a finales de Julio bajo el título Carta de un amigo a otro sobre el Consejo de Estado actual, identificaba bien esas dos posiciones decantadas en el seno de la 2ª Restauración al hablar de «la tenaz lucha entre los absolutistas y los moderantistas», es decir, entre los católicos realistas y los revolucionarios afrancesados. En nuestro artículo «Conservadores, innovadores y renovadores» llegábamos a la conclusión de una clasificación alternativa a aquella hipótesis de trabajo de la que partía el Sacerdote F. Suárez reflejada en dicho encabezamiento. Se puede constatar ahora que todas las posturas coincidían al menos en su crítica a la malhadada deriva gubernativa desarrollada durante el reinado de Carlos IV bajo la sombra del traidor plenipotente privado Godoy que culminaría con la permisión de la entrada de las tropas francesas en la Península tras el Tratado de Fontainebleau en Octubre de 1807. También se puede mostrar, en consecuencia, que todas ellas tenían una finalidad reformadora, correctora de los males –reales o supuestos– que habían acabado desembocando en la invasión napoleónica. Pero estas coincidencias, puramente formales en realidad, terminan aquí; cuando se indaga en su contenido, se descubre el abismo insalvable que separa las dos posiciones fundamentales en que se dividieron los dos campos reformadores.
Por un lado, los realistas defendían la preservación de todo el entramado institucional tradicional de la Monarquía subsistente hasta sus mismísimos días, focalizando sus reformas más bien en el cambio de las personas situadas al frente de esas instituciones, en las cuales se habían ido introduciendo últimamente sujetos ajenos al espíritu católico-realista –favorecedor de la justicia y el bien común– que siempre las informó. Podemos observar un eco de esta postura, por ejemplo, en los siguientes párrafos de una Representación que, con fecha de 5 de Diciembre de 1823, enviaron los Prelados residentes en Madrid al Rey Fernando VII. En ella le advertían, entre otras cosas (el subrayado es suyo): «Nada se conseguirá si hombres verdaderamente católicos y realistas decididos no ocupan los empleos y en particular los más elevados, que más se acercan al Trono y que tienen más roce con la Yglesia. […] Si, en lugar de hombres a cierta ciencia leales, los primeros puestos se ocupan por otros que la opinión general considera y reprueba por sospechosos y desafectos, ¿qué será de los demás empleos y que será de la Monarquía? Hombres que hayan logrado empleos importantes durante la Revolución; que hayan desplegado en ella opiniones y principios liberales; que hayan tenido conexiones con los revolucionarios; que hayan obtenido de ellos honores y condecoraciones; por fin, que hayan seguido sus huellas, y mucho más los que hayan pertenecido a Sociedades secretas, ¿a quién podrán hoy día inspirar confianza?».
Estas últimas líneas de la Representación de los Obispos residentes en Madrid, nos enlaza con la otra postura reformadora: la de los revolucionarios. Todos ellos se caracterizan por dirigir sus miras reformadoras, no hacia las personas que ocupan las instituciones, sino directamente hacia las propias instituciones mismas de la Monarquía, tratando de arrumbar (o al menos tergiversar o desnaturalizar) las tradicionales para sustituirlas por otras innovadoras importadas del extranjero. En este sentido, no hay diferencia sustancial entre las dos principales modalidades revolucionarias de los afrancesados-moderados y de los liberales-constitucionalistas. Ambas abogaban exactamente por las mismas reformas institucionales. Solamente presentaban la diferencia puramente accidental de una táctica política distinta para consolidar ese idéntico anhelo reformista: mientras que los afrancesados –con los cuales acabarían convergiendo los liberales-constitucionalistas moderados– sostenían un sistema de «Carta» Constitucional (como la de Luis XVIII, o el ulterior «Estatuto Real» de 1834) concedida por el Rey y una Asamblea de doble Cámara, los constitucionalistas se aferraban a la idea de una Constitución stricto sensu (como la gaditana) dictada por unas «Cortes» soberanas establecidas con formato unicameral.
Félix M.ª Martín Antoniano
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