«In memoriam»

«¿Le gustaría a Luis Infante?»

Don Luis Infante, en una fotografía junto a S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón

Cuando se cumple un mes del fallecimiento de D. Luis Infante de Amorín, proponemos la lectura de este artículo para honrar su memoria.

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Probablemente casi cualquiera de mis correligionarios tendría muchas más cosas que decir con ocasión del fallecimiento del ya añorado Luis Infante. Pues lo cierto es que coincidimos en muy pocas ocasiones y que nuestros escasos intercambios tuvieron lugar, principalmente, por medios telemáticos e internáuticos. No obstante, me gustaría compartir, en prenda de gratitud y de homenaje, tres momentos estelares de mi cortísima relación con él, que fueron otros tantos escalones de mi personal subida a Montejurra. Todos tres, por cierto, de la mano de otros tantos pilares del carlismo español.

Cuando comencé a descubrir el vasto microcosmos de la Comunión Tradicionalista, y creo que es la experiencia de tantos y tantos «carlistas de nueva planta» que han brotado de manera inesperada en muchas aulas españolas en estos últimos tiempos, Luis Infante era una figura a medio camino entre el monumento histórico y el animal mitológico. Una especie de referente infalible que, en ocasiones, abandonaba su proverbial mutismo para lanzar, aquí y allá, los fulminantes fogonazos de sus correcciones ortográficas, estilísticas y, más temibles aún, ideológicas. «Tu comentario en tal red está muy bien, pero…»; «Tal artículo de tal correligionario es ideológicamente impecable, pero…».

Yo no tenía aún ni imagen ni contenido de relevancia ontológica que adherir al sintagma «Luis Infante», más allá de la vaga idea de una instancia casi preternatural que podía estar al corriente de todo cuanto sucedía en todo momento y en todo lugar en el seno y hasta en los arrabales del carlismo español e hispanoamericano. Cuál no sería mi estupor cuando, obligado por las circunstancias (las circunstancias se llaman D. José Miguel Gambra), hube de permitir que se publicasen unas tontas líneas con mi nombre debajo en la página web carlismo.es y, unas escasas horas después, recibí un lacónico mensaje del Prof. Gambra en el que me decía que «Luis Infante había leído mi artículo». Ya me veía yo suspendido a divinis porque mi palmaria ignorancia de la doctrina carlista (que se ha ido paliando con el tiempo, pero que aún requiere mucha convalecencia) había transvasado, inevitablemente, los diques impuestos por la prudencia. O, peor aún, que una insidiosa errata o un flagrante anacoluto se me hubiesen pasado por alto en la última revisión. Luis Infante había leído mi artículo, continuaba el Profesor. Le había gustado y enviaba sus felicitaciones. Había un error de puntuación en el título. Suspiros de alivio y un estupor no menos grande: A Luis Infante le había gustado algo que yo había escrito. Experimenté esa sensación tan habitual después de una presentación: «Parece que le he causado buena impresión. Ahora sólo falta que, durante el resto de tu vida, no descubra que en realidad eres idiota».

A ese primer bosquejo que me dio carta de ciudadanía en la república de las letras carlistas, siguieron otros muchos; algunos loados y otros criticados. Los más, sin problemas ortográficos ni gramaticales y, algunos, con frases hipertrofiadas y sintagmas que no llevaban a ninguna parte, que el propio autor de estas líneas se encargaba, en la mayoría de los casos, de denunciar.

Mi segundo gran encuentro con Luis Infante tuvo lugar en Salamanca. Yo acompañaba a cierto Reverendo Correligionario, que debía celebrar la Santa Misa en la iglesia de San Benito de la ciudad universitaria por excelencia. Ya se me había advertido que «probablemente, encontraría allí a Luis Infante». Mi curiosidad, se imaginará el lector, era inmensa.

Siempre me han llenado de admiración los caballeros de edad entre respetable y venerable que acolitan en Misa con la discreción y la generosidad de un crío que acaba de hacer la primera comunión. Yo, en aquellos días, ni era un crío ni acababa de hacer mi primera comunión, ni era un caballero de edad respetable y, más grave que todo eso, tampoco sabía acolitar. Luis Infante sí, y no parecía inquietarle en absoluto el hecho de que una nutrida representación de jóvenes de alrededor de veinte años se mostrase totalmente incapaz: «¡Valiente porvenir somos para la Tradición en España!», pensé yo. Luis tuvo la delicadeza de no pensarlo o, al menos, de no decirlo.

A la Santa Misa siguió un breve ágape en un bar de las inmediaciones, en el que también tuve ocasión de conocer a una infatigable redactora de este periódico, D.ª Ana Herrero, de quien no escatimaría los elogios si no fuese otro el objeto de estas líneas. Como en cualquier bar de la Vieja Castilla que se precie, había un televisor encendido donde se retransmitía en aquellos momentos una corrida, me parece que de la feria de Valladolid. Yo confieso que nunca he sentido una particular atracción por la fiesta. Por ignorancia, principalmente. Lo cual no me ha impedido en erigirme en moderado defensor de la institución ante todo género de ataques especistas y de otros pelajes. De aquel ágape he conservado los vagos recuerdos de una interesante distinción que hizo D. Luis sobre las plazas en las que se respeta al toro y las plazas en las que no. La distinción haría sonreír a muchos ignaros, pero a mí terminó de convencerme del valor moral intrínseco del toreo que no es, en resumidas cuentas, sino una manera historiada y con grandes funciones sociales y antropológicas de llevar a cabo una tarea tan ingrata como indispensable para la supervivencia de cualquier sociedad humana: matar animales para comer.

En fin, una tercera gran ocasión fue la que aconteció en ese lugar geométrico del carlismo madrileño que es (¿que era…?) la «Cena de Mónica». La Cena de Mónica era, como su propio nombre indica, una cena suntuosa en casa de nuestra querida correligionaria D.ª Mónica Caruncho a la que eran invitados, hacia el final de la primavera, los más ilustres nombres de la Comunión Tradicionalista que acertaban a hallarse en la Villa y ex Corte (y que, en previsión de la referida cena, solían ser numerosos). Cómo me vi yo invitado a aquel selecto encuentro, forma parte de los misteriosos designios de la Providencia. D. Luis estaba allí, atendiendo a todos los invitados, en especial cuando la anfitriona debía ausentarse en la cocina. Y recuerdo con particular nitidez el instante en el que llamaron a la puerta, Luis acudió a abrir y después se acercó sigilosa pero solemnemente a Mónica para decirle, con una cierta discreción enfática: «Mónica, han llegado los Marqueses de…». No sé qué arcano encanto tuvieron esas palabras en los oídos de los demás circunstantes, pero yo hube de reunir toda mi presencia de ánimo para no prosternarme ante los recién llegados, tal fue la gravedad de la simple frase. D. Luis tenía el talento singular, en periodo de paz, de dispensar un tratamiento regio a todos sus amigos y conocidos. No sé si fue el gesto, la inflexión de la voz o la mirada con que nos conminó a acoger dignamente a los Marqueses; pero aún hoy, años después y aun sabiendo como sé que un siniestro tejemaneje jurídico ha desposeído a aquel caballero de su marquesado, no me atrevería a no tratarle de Marqués en su presencia, no tanto por respeto hacia su persona, como por obedecer a D. Luis. ¡Qué gran lección, la de aquel día, en especial para un proyecto de jurista!: Los tejemanejes jurídicos no cambian, necesariamente, la realidad de las cosas.

¿Cómo concluir? Diciendo, tal vez, que en Luis Infante hemos perdido un censor de talento, un ejemplo de infatigable entrega a la Causa para las jóvenes generaciones y un defensor aquilatado de la corrección y de la precisión (de las palabras y de las ideas). El mejor homenaje que podemos rendirle, sobre todo aquellos a quienes nos ha sido encomendada la tarea de escribir, será preguntarnos, antes de enviar nuestros artículos a la Redacción: «¿Le gustaría a Luis Infante?».

DEP

Justo Herrera de Novella

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