30 monedas: cuando el mal se disfraza de bien

HBO

El lenguaje artístico de las series de televisión no es la más acabada perfección del dramatismo, ni siquiera está entre sus pretensiones. Más bien, a través de la espectacularidad conforman un puro mercado del entretenimiento, que está entre lo burdo y lo adocenante. No obstante, quienes no hemos profesado en una orden religiosa y estamos en el mundo y en el siglo no somos ajenos al impacto que tienen en el universo conceptual hodierno.

La serie 30 monedas no es sólo un divertimento en el que refulge con fuerza un tremendismo, a caballo entre la hilaridad y el más puro terror. No sólo perviven en ella ciertos aspectos de comedia negra, muy apreciables en la deliberada desmesura y en el recalcitrante costumbrismo.

También es un acertado tratado sobre la naturaleza misma del mal. La trama de la serie, lejos de resolverse en un ramplón conflicto maniqueo entre las fuerzas del bien y del mal, nos plantea algo mucho más sutil y, precisamente por ello, mucho más certero. El mal no es sino carencia de ser. Una privación que carece de entidad propia y que, en consecuencia, sólo puede progresar imitando y parasitando, desde dentro, a lo que sí posee substancia propia, a saber: el bien.

Consciente de esto, desde el principio, la serie  nos muestra respecto de la Iglesia a las fuerzas malignas camufladas bajo las formas de su antítesis: habitando en el interior de las estancias vaticanas y suplantando las más altas dignidades de la Curia.

Y es precisamente este planteamiento de partida el que más profundamente consigue desasosegarnos, porque no podemos evitar sentirlo como íntimamente verosímil. Más allá del terror que puedan inspirar las horripilantes criaturas que desfilan por la serie, o las no pocas situaciones atroces a las que se ven sometidos sus personajes, lo que verdaderamente nos hiela la sangre es la innegable certeza de que el mal salta a escena incluso donde menos cabría esperarlo.

Casi nada está a salvo de la corrupción. Es más, los valores más elevados son los que con más eficacia propagan la corrupción una vez que el mal ha conseguido anidar en ellos, por ser los que más confianza generan en el corazón de los hombres. El mal corrompe y el mal confunde, pues el engaño es su divisa y no hay engaño más eficaz que el que se presenta bajo la apariencia de verdad. De este modo, lo que podría parecernos el punto débil del mal, su carencia de substancia propia, es precisamente lo que más peligroso lo vuelve, lo que lo fuerza a disfrazarse de bien para poder hacerse presente, con su consiguiente poder de seducción.

Y es en este recordatorio donde a mi juicio reside la enseñanza más valiosa de 30 monedas: no cabe bajar la guardia, hemos de permanecer siempre vigilantes. Atentos a las enseñanzas depuradas de la tradición para ser capaces de detectar la desviación allí donde no se sospecha; invocadores constantes del amparo del Espíritu Santo, para no dejarnos deslumbrar por el artificio.

El mal no tiene rostro propio pero se vale de atractivas máscaras, nunca lo olvidemos. Que la confianza no se vuelva negligencia, que el peso de las 30 monedas no acabe por asfixiarnos cuando ya no quepa reacción.

David Avendaño, Círculo Marqués de Villores