Toda revolución tiende a radicalizarse, es inevitable que así suceda. Al fin y al cabo, se compone de fuerzas que pretenden instaurar un nuevo orden. La revolución condena el pasado y anuncia el paraíso; y todo eso en nombre del pueblo.
Así sucedió con la Revolución Francesa, que proclamaba libertad para el pueblo y cometió genocidio contra ese pueblo por el que decía luchar: miles de campesinos asesinados en la Vendée. Lo mismo pasó con la Revolución Bolchevique.
Necesariamente, lo mismo va a suceder con la Revolución Feminista. Ya lo vemos en nuestros días: a la mujer católica y devota que rechaza estas ideas, la desprecian y desean que sea violada «para que sepa lo que se siente». ¿Por qué? Por estar en contra del aborto.
Lo vimos en las manifestaciones de este 8 de marzo en varias partes del mundo: las feministas anuncian la aprobación del infanticidio, el fin de la Iglesia y la instauración de un régimen totalitario hostil al varón. Al igual que las grandes revoluciones de la historia, el feminismo necesita una máscara para agradar a la gente: las mujeres desaparecidas y violadas.
Quizás muchas simpatizantes del feminismo no noten que tal asunto es una máscara porque actúan de buena fe para pedir justicia por las víctimas. Pero deben entender que la justicia no se logra con buenas intenciones: ni los muros pintarrajeados ni las iglesias quemadas detienen a los violadores.
El feminismo dice luchar por la vida de las mujeres, pero irónicamente mata a la inmensa mayoría de las mujeres asesinadas, en el vientre materno. Dice ser descolonizador, pero sus representantes más influyentes son de clase alta. La cereza del pastel: es una ideología importada del primer mundo, o sea, «colonizadora».
Por si fuera poco, dice rechazar la violencia, pero no tiene reparo en destrozar negocios, pintar paredes, golpear mujeres y quemar iglesias. En suma, dice no ser histérico, pero grita, insulta, blasfema y no se le puede discutir nada.
No se puede buscar coherencia en algo que intrínsecamente no lo tiene. Así son las ideologías: ven la parte de la realidad que más se les antoja, no la realidad completa. Al igual que el fascismo, el comunismo y el liberalismo: el feminismo fabrica su propia verdad. Y justifica sus desmanes con sofismas y cantos de protesta que no pasan de literatura pintoresca.
Seguramente alguien dirá: «¡Pero es normal! En el camino va a haber inocentes afectados, ¡la revolución es siempre buena y deseable!». Sí, señor, buena y deseable para los burgueses de escritorio que las diseñan. Ya sea Voltaire, Marx, Gramsci o Beauvoir: toda revolución comienza dentro de cuatro paredes. No es el pueblo quien conquista o quien lucha. Es la voz de los embusteros que acarrea al ganado para llevarlo al precipicio.
La revolución es la renuncia al orden natural: es como una roca que quiere desobedecer la ley de la gravedad y elevarse por mero capricho. Pero ni las rocas, plantas o animales pueden desobedecer la ley natural que les conforma. Sólo nosotros, que tenemos raciocinio y libre albedrío para seguir la verdad o seguir el error. Y al militar en el feminismo, decidimos seguir el error.
En el fondo, el feminismo es una transformación del calvinismo: dice que todas las mujeres están predestinadas a ser feministas. O sea, que no tienen voluntad ni inteligencia propia. El feminismo no se la cree cuando ve mujeres que aman ser madres, usar vestido y cocinar en plena libertad y conciencia.
¿La solución? ¡Ni se pretenda confiar en los conservadores! ¿Qué es lo que conservan? La revolución. Les encanta, les apetece el fruto exquisito del Jardín del Edén: la libertad, pero «hasta ahí no más». Cuando la revolución alcanza el nivel de podredumbre que ellos toleran cómodamente, la detienen.
El feminismo no puede ser vencido por el liberalismo, que maltrata a la mujer y la considera un objeto. Tampoco por el comunismo, que la considera una pieza mecánica al servicio del Estado. Usted comience por googlear «Cristiandad», «orden natural», «santidad» o «contrarrevolución» y hallará algunas respuestas.
Aarón Mariscal, Círculo Tradicionalista San Juan Bautista