Si bien es conocida la metáfora poética y su capacidad para sugerir vínculos insospechados entre dos realidades distintas, también sucede que otro tipo de vínculos entre la gramática de las artes y los hechos morales suelen pasar más desapercibidos, quizá porque necesiten ser explicitados en sus respectivos lenguajes. Ya apuntábamos en nuestro artículo anterior, De diablos y música (I), algunas de estas vinculaciones entre la Música y la Ética. ¿Qué hay relación entre la Música y la Ética? ¿Cómo es eso?
El descubrimiento ya lo hicieron los antiguos. Platón, en su obra La República puso en boca de Adimanto esta sentencia: «La educación descansa en la Música». Claro que el término «mousiké» (μουσική), en la Grecia antigua, no designaba solamente el arte de los sonidos, sino que también refería el mensaje poético en su integridad.
Tanto fue así y tan convencido estuvo de la capacidad conformadora de tales melodías en el carácter de los hombres y en el moldeamiento de su alma – y, asimismo, de su capacidad maleadora y deformadora – que condenó aquellas a las que él consideró melodías perniciosas. Así, desterró aquellas melodías que, por su ethos (carácter o afecto psicológico) asociado, provocaban un estado psicológico nocivo para el equilibrio y justicia del alma, para una vida valerosa, sencilla y ordenada a la virtud. Por el contrario, fomentó aquellas en la que resplandecieran la verdad y la belleza.
La purga había de cribar los ritmos que expresan vicios tales como vileza, manía, locura, soberbia o insolencia… así como aquellas escalas de ethos quejumbroso –thrēnōdeis harmoníai –, cuyas melodías resultantes fomentaban, a su parecer, la molicie, el afeminamiento, la indolencia o el temple endeble, todo ello inapropiado para el cultivo de la virtud y de la formación de los varones que deben defender la ciudad.
Dejaremos de lado ahora el imaginar qué pensaría Platón de la mayoría de la música de consumo con la que se quiere abrevar a nuestros jóvenes… Bástenos a nosotros conocer lo que la intuición griega reconoció: que determinados actos repetidos (también los musicales), forman un hábito; y que los hábitos mantenidos en el tiempo forjan el carácter, sedimentando en nosotros una segunda naturaleza.
Bien aprovechan los diablos este engranaje de la música y la psique para conformarnos esta sobrenaturaleza a su micótico antojo, pues detestan la original. Así como modulan con aquellos «acordes puente» a los que nos referíamos, saben también hipnotizar a nuestros jóvenes como las pérfidas sirenas atraían con sus cantos a los marineros para hacerlos hundirse en el mar. Con esas melodías y ritmos toscos e insistentes que les difunden hasta la saciedad, con toda la escenografía indecente, con los movimientos convulsos e hipersexualizados de las danzas en videoclips y espectáculos aberrantes, normalizan su esperpéntico delirio.
Pero, como Ulises, que silenció el canto de las sirenas con cera en sus oídos, podemos silenciarlos nosotros. Desenmascarándolos con la armadura de la fe, la más poderosa de todas.
Helena Escolano, Margaritas Hispánicas