Diego Ortiz: protomártir del Perú

Ilustración de fray Diego Ortiz, el misionero fiel

La historia de la conquista del Reino del Perú nos regala un sinnúmero de episodios heroicos. En ella están pintados los hombres en toda su dimensión, con luces y sombras, más allá de su etnia y cultura. Relatos alejados de peligrosas dicotomías, tan afectas al liberalismo y el marxismo. Uno de estos hechos es el del último inca de Vilcabamba, Túpac Amaru I y el religioso agustino Diego Ortiz, relatada por el cronista Antonio de la Calancha.

En 1566, los sucesores de Manco Inca, Sayri Túpac y Titu Cusi Yupanqui, firmaron el Tratado de Acobamba con las autoridades castellanas. El primero viajaría a Lima donde sería recibido como rey aliado por los vecinos de la ciudad. Luego de la muerte del Titu Cusi en 1571, subió al poder su medio hermano Túpac Amaru I. Rompiendo el tratado, la tregua y la hospitalidad debida, reinició el bandidaje y ejecutó a los representantes virreinales.

Renegó de la fe y asesinó a los misioneros de su territorio, quienes habían logrado extirpar costumbres inhumanas, como el sacrificio de niños a las huacas. Tupac Amaru I culpó a los agustinos de la muerte del antiguo inca, ya que le suministraron medicinas para salvar su vida. En ese lúgubre paisaje ocurrió un portento milagroso.

El inca odiaba en particular a un agustino, Diego Ortiz, por las reprensiones públicas de sus borracheras, de su idolatría y de su poligamia. A su orden, sus esbirros penetraron en la capilla en que fray Diego celebraba misa. Le sacaron y le propinaron una golpiza, «exigiéndole que, como predicaba la resurrección de los muertos, devolviese la vida al inca». Le arrojaron desnudo al frío de la puna. Luego fue atado a una cruz y azotado, mientras los indios celebraron una parodia de la misa, bebiendo chicha en los cálices mientras vestían los ornamentos. En la cruz, Ortiz pidió agua tal como lo hizo Cristo, ellos le obligaron a beber una mezcla de sal, orines, excrementos y salitre. Él bendecía y rogaba por la conversión de sus agresores.

Al tiempo, fue llevado a la presencia del inca. Como no podía mantenerse en pie, se le horadó un hueco entre las dos mejillas, por el que se le pasó una soga para arrastrarlo como bestia de carga. El inca no se dignó a recibirlo y lo condenó a muerte de forma sumaria. Lo llevaron a una ladera cercana a Marcanay y allí le dieron de palos buscando matarlo. Sin embargo, prodigiosamente, fray Diego no moría. «Manan huañunca», repetían los indios y enfurecidos por ese hecho, además de clavarle espinas debajo de las uñas, lo remataron a flechazos.

A pesar de ello, Diego Ortiz no moría. Decidieron matarlo asfixiado haciéndolo inhalar sahumerios repugnantes, pero el prodigio continuaba. Enloquecidos de odio, porque querían matarlo a toda costa y no podían, le aplastaron el cráneo con macanas causándole la muerte. No satisfechos con ello y temiendo su resurrección, lo empalaron atravesándole un tronco entre las piernas hasta que aflorara en la cabeza y luego lo lapidaron.

Meses después de lo ocurrido, el cuarto virrey del Perú, Francisco de Toledo, declaró la guerra a Túpac Amaru I. Fue vencido y apresado, y luego de ser juzgado por traicionar los tratados, fue descuartizado. A pesar del pedido de clemencia hecho por los religiosos agustinos, compañeros de Ortiz. Después de enterarse del hecho, Felipe II amonestó severamente al virrey Toledo por haber ordenado la ejecución: “Podéis iros a vuestra casa, porque yo os envié a servir reyes, no a matarlos”.

Más allá de todo lo dicho, el martirio de Ortiz dio frutos y se logró la tan ansiada paz y evangelización. El evangelio se extendió con su ejemplo, en Vilcabamba y en todo el Perú. Descubramos en su sacrificio que nuestro país mestizo se construyó en base de muchos trabajos y dolores de españoles probos, tanto indígenas como peninsulares. Que el testimonio de Ortiz se eleven contra del odio y el maniqueísmo de nuestros tiempos.

César Belan Alvarado, Círculo Blas de Ostolaza