Constitucionalismo y bien común

La promulgación de la Constitución de 1812, obra de Salvador Viniegra (Museo de las Cortes de Cádiz)

De todos es conocida la famosa sentencia de Mella: «poner tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias». La aplicación de dicha afirmación a la realidad actual siempre nos brinda su cumplimiento profético, así como un gran ejercicio de análisis de la cuestión que nos permite identificar la raíz del problema en cuestión.

Una concreción de esta ingeniosa frase de Mella podemos encontrarla en el fenómeno del constitucionalismo. Pocas ideologías han deparado tantos males a la vez que se han autoerigido en el remedio de los mismos como el constitucionalismo liberal. El constitucionalismo afirma la artificialidad de la sociedad; ésta no sería natural sino fruto de un pacto materializado en la constitución. Así, las partes de contrato ya no tienen una relación de piedad para con la Patria que les cobija y sostiene, sino una visión materialista, mercantilista o utilitarista, que se identifica con la Patria en la medida en que ésta le reporte los beneficios esperados. De la misma manera que un grupo de empresarios que fundan una sociedad patrimonial, ésta debe tener como fin el beneficio de sus creadores. De no ser así, están perfectamente legitimados a su disolución o, al menos, a la renuncia de los deberes contraídos por medio de la anulación del pacto.

Este fenómeno voluntarista es apreciable a menudo en nuestros días en varios niveles. En un nivel individual, vemos cómo personas no tienen la recta piedad para con la Patria que manda la justicia natural, sino que exigen al Estado el reconocimiento de caprichos personales o gustos concretos. Pierden el concepto de bien común, y lo sustituyen por el bien propio. Eso implica que las críticas a aberraciones legales no se realizan desde una perspectiva moral objetiva, sino desde una lógica mercantilista, que se niega a «pagar con sus impuestos» algo con lo que no están conformes. En una escala regional, es apreciable cómo los gobernantes de determinados lugares cuando juzgan que el «contrato» que dio lugar a España no les beneficia, deciden rescindirlo y crear ellos mismos su propio contrato personal. El Estado para salvar su integridad se vale de un voluntarismo jurídico que les fuerza a mantenerse según lo pactado, que —según la ideología liberal— da lugar a las leyes que ellos pretenden violar; todo ello sin caer en la cuenta de que le están negando a una de las partes firmantes la posibilidad de rescindir el acuerdo, como si la constitución fuese marmórea —cosa que hace reír asomándose a la historia constitucional española—. Por último, en una escala internacional, es apreciable cómo los Estados se entregan al poder de organizaciones internacionales con el único fin de mejorar situaciones concretas, esto es, aplicando el beneficio utilitarista subyacente en el constitucionalismo concretado en una esfera supranacional.

Podríamos seguir poniendo ejemplos en muchos niveles sociales (asociaciones, empresas…) que ven en el Estado una fuente de beneficios de la que aprovecharse para sobrevivir. 

Es inevitable que el bien común quede fuertemente oscurecido y gravemente herido allí donde el constitucionalismo impera. En puridad, el bien común no puede desaparecer dado que si así fuese desaparecería la sociedad misma. Pero su subsistencia en el entramado moderno político-social no es estable, y a medida que la revolución se afianza, los sanos principios se van diseminando en un infinito y penoso mosaico compuestos por las más viles pasiones y los más atroces deseos que el Estado acaba legitimando.      

Miguel Quesada/Círculo Hispalense