El «movimiento global» Shedecides publicó el pasado 9 de junio una carta en defensa del aborto firmada por 29 personas, algunas de notoria relevancia en el plano político. Entre los firmantes figuran diversos ministros de distintos países (Francia, Noruega, Suecia, Canadá y Países Bajos) e incluso el primer ministro belga, Alexander de Croo.
La carta la encabeza una sentencia a modo de resumen, la cual dice «Mi cuerpo, mi elección: solo lograremos la igualdad de género cuando todas las mujeres y niñas tengan el derecho a decidir». La carta insiste en la necesidad de concienciar a las mujeres de los derechos que estas poseen sobre su cuerpo y condena aquellos grupos que presionan para luchar contra el aborto, para terminar haciendo una curiosa alusión a la lucha por erradicar la pobreza en el mundo a través del empoderamiento de la mujer e invitando al lector a contribuir a esta causa.
Por su parte, el sector conservador católico no ha tardado en reaccionar, llevándose las manos a la cabeza ante semejante aberración y clamando al cielo ante la consideración del aborto como un «derecho humano». En el fondo de la cuestión se encuentra el viejo problema de los derechos humanos, que remite necesariamente a otro viejo problema, como es el de la dignidad humana, el cual seguiría remitiendo a otros temas que exceden mi intención y capacidad, como es el problema de la libertad o -más indirectamente- el problema de la igualdad, por enumerar algunos.
No me centraré tanto en la barbaridad de Shedecides como en la reacción del sector católico. Con «el sector católico» me refiero a aquellos católicos imbuidos de pensamiento conservador, personalista o liberal (o todos a la vez) que, mientras aceptan la teoría general de los derechos humanos, se oponen a la consideración del aborto como un derecho humano. Como punto de partida, quepa decir que la oposición mostrada por estos católicos no es legítima: no se pueden aceptar los principios de una teoría y rebelarse a continuación contra las consecuencias que necesariamente se siguen de ésta.
Veámoslo con un ejemplo. Quien anime a su hijo a consumir cantidades ingentes de droga, luego no es coherente cuando se queje de su muerte por una sobredosis, como si una cosa no se siguiera necesariamente de la otra.
Es decir, de la filosofía de los derechos humanos se desprende necesariamente la consideración del derecho al aborto como un derecho humano. Esto se debe a la idea de dignidad que reside en el fondo del planteamiento: se parte de una concepción errónea de la dignidad.
La doctrina de los derechos humanos nace en la modernidad -pese a los descabellados intentos de algunos católicos de encontrar su origen en Santo Tomás o incluso en los primeros Padres – y es fruto de la modernidad.
La causa de este nacimiento es la concepción que se tiene sobre la dignidad humana en la época moderna. La dignidad es el autodominio que tiene la persona sobre sí misma. Los derechos humanos se fundamentan en la dignidad del ser humano, y ésta, a su vez, en la «autopropiedad» que tiene el ser humano. En este sentido, nadie ni nada externo dispone de mí: solo yo dispongo de mí mismo. Este autodominio se ve expresado en los diversos elencos de derechos humanos, que son el reflejo del autodominio del yo. Esta idea de la dignidad humana como libre disposición de mí mismo es compartida por el pensamiento liberal-católico y personalista (ni ellos mismos lo niegan). (CONTINUARÁ)
Antonio de Jaso, Navarra