De vez en cuando salta la noticia de la retirada por unas «autoridades» locales de alguna de las varias cruces implantadas delante de las iglesias en la dictadura franquista (principalmente durante su más fascistizante primera época de 1937-1945). Aunque cualquiera puede entender claramente que la verdadera motivación de esa medida es el simple odium fidei, no carece de fundamento la razón formal aducida: la significación político-ideológica, y no religiosa, que se dio originariamente al símbolo. En efecto, este signo representaba una praxis completamente extraña y ajena a la Iglesia Católica y que tenía su origen en el Partido oficial del franquismo: es el denominado «culto a la cruz de los caídos». La finalidad de este «culto» consistía en un tributo conjunto hacia todos los muertos de la Guerra, como modo de reconciliación entre todos los vivos que habían de forjar unidos el «Nuevo Estado». La doctrina y el estilo de este «culto a los muertos» recordaba a aquellos otros de tipo pagano que tanto se estilaban en Europa en aquel entonces, si bien en este caso abusándose del símbolo cristiano por antonomasia. La cruz del llamado «Valle de los Caídos» no era sino la culminación emblemática de este mismo «culto», erigiéndose un monumento –como se dice en el título de la orden decretada por Franco en 1940– «para perpetuar la memoria de los caídos» en la reciente Guerra.
Se podría decir que en este «culto» se practicaba una especie de «ecumenismo de los muertos», que en cierto modo anticipaba las prácticas ecumenistas o irenistas con las que tan familiarizados estamos tras el Vaticano II. Por supuesto, todas estas novedades acristianas suscitaron la inmediata oposición legitimista. Manuel de Santa Cruz, refiriéndose al «Valle de los Caídos», afirmaba (EPN, 15/02/80): «Franco dispuso que allá se enterraran restos de combatientes nacionales y de rojos. Nadie entendió cómo el Derecho Canónico podía tolerar el entierro en un templo de restos simbólicos precisamente de la impiedad militante. Pero así se hizo, con la protesta –que ha quedado para la Historia– de las modestas publicaciones carlistas clandestinas de entonces, a falta de censuras canónicas de Obispos».
Este mismo publicista relata en sus Apuntes una entrevista con Fray Justo Pérez de Urbel, quien le confesó que esa idea «fue una cuestión personal de Franco […], concebida de antiguo como maniobra de atracción política». «A otras preguntas mías respondió que nadie planteó en su momento la cuestión de que el Derecho Canónico vigente negaba la sepultura en sagrado a los enemigos de la Fe. Que en aquella época los Obispos vivían muy tranquilos y sin líos y que nadie dijo nada». Esta última aserción del conocido fraile falangista es completamente falsa, y podemos poner como ejemplo el caso más famoso de resistencia a este «nuevo culto» que se dio en aquella primera época franquista durante la cual se implantaba: el caso del gran Cardenal Segura. Este Cardenal se opuso con todas sus fuerzas a la profanación de su Sede eclesiástica, prohibiendo el levantamiento de la habitual cruz delante suya. Las presiones fueron enormes por el poder revolucionario –incluso se atentó contra su Canónigo Magistral, Fco. José Alert–, hasta que finalmente tuvo que plegarse a las órdenes de Roma. Razonaba el Cardenal: «La Iglesia, única que puede prescribir oraciones, y a cuya aprobación deben someterse las verdaderas oraciones que se hayan de hacer en público, no usa la palabra «caídos» en su Liturgia. La Iglesia, cuando ora por los muertos, ora tan sólo por los «fieles difuntos». No pueden estar unidos después de la muerte los que no han estado unidos en vida por la misma fe en Jesucristo. Ved por qué Nos hemos creído en el deber de no conceder, para evitar confusiones peligrosas, el que dichas Cruces se erijan adosadas a las Iglesias, ni en terreno que pertenece a los templos. Es necesario distinguir perfectamente a lo que por su naturaleza es un acto cívico o político, de lo que es acto estrictamente religioso».
El Cardenal mantuvo siempre esta misma oposición al «nuevo culto», y siempre aprovechaba el Día de todos los Santos para recordar la verdadera doctrina sobre la caridad hacia los muertos. Así, por ejemplo, en una Pastoral de 1952 decía: «La Divina Providencia ha eliminado la raíz del mal con el castigo terribilísimo del aniquilamiento total del nacionalsocialismo; pero los pueblos, inconscientes, aún conservan ciertas prácticas de origen nacionalsocialista que no están fundamentadas en la doctrina de la Iglesia, y que subsisten aún entre nosotros, tales como el culto a los difuntos sin distinción de creencias; la invocación de los difuntos, a quienes se considera presentes irrisoriamente y sin fundamento doctrinal alguno; el culto a la cruz de los caídos y los fríos homenajes políticos que, ante ella, se rinden a todos los muertos, aun a los que murieron fuera del seno de la Iglesia».
Félix M.ª Martín Antoniano, Círculo Tradicionalista General Carlos Calderón de Granada.