Siglos pesan sobre los hombros de los católicos hispanoamericanos, condenados a un naufragio histórico y a la victoria del liberalismo. Hasta podría decirse, en el peor de los escenarios, que Hispanoamérica yace, como una vez señaló el padre Balmes, en la más profunda anarquía; alternándose el mando de unas manos a otras, de los peores para los peores, pero esto bien lo admitió uno de los precursores de la anarquía fratricida, Simón Bolívar: «Vd. sabe que yo he mandado por veinte años, y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: 1º, la América es ingobernable para nosotros, 2º el que sirve una revolución ara en el mar; 3º, la única cosa que se puede hacer en América es emigrar […]» (Bolívar, Obras completas, vol. V, pp. 501-502). Esta barbarie nos dividió esencialmente con la gestación de imaginarios nacionales que darán vida a los Estados-nación esquematizados bajo los peores vicios del liberalismo francés y «español», tomando en cuenta la influencia de Cádiz.
Aunque bien distinguió el profesor Ayuso el liberalismo de la península con el de las provincias americanas, en el sentido de que en América el liberalismo tiende a la fundación de nuevas naciones, son los Estados los que fundan esas naciones mientras que, por otro lado, en la península el nacionalismo de cuño liberal es la disolución de España. No resulta mejor el panorama para nuestros hermanos peninsulares, pues incluso en la Iglesia católica —nuestro bastión contra el liberalismo— triunfó el americanismo calando no solo en Europa, sino en Hispanoamérica. Relegando así la política a un asunto privado, colocando al hispanoamericano en una situación penosa donde lo último deseable es la constitución natural, católica e hispana sobre la que se erigió la idea de Hispanoamérica, que no es más que la idea de los Reinos de Indias, retratados como si el modelo fuera el Reino de Castilla (Ayuso, El problema político de los católicos hispanoamericanos…, pp. 661-675). El que la política termine reducida al fuero interno de conciencia, aún con la larga tradición política católica, implica caer en el eclecticismo, en la adoración casi pagana a democracias y a todas las consecuencias catastróficas del liberalismo.
Hispanoamérica, en su naufragio, ha ido flotando a los ejes ideológicos de los grandes monstruos modernos: el liberalismo, que ya estuvo infiltrado en el Clero y determinó el nacimiento de las repúblicas hispanoamericanas, gracias a la difusión de los ilustrados. Por otro lado, la difusión del marxismo en círculos controlados por la Internacional comunista, el infame aparato burocrático servil a los intereses geopolíticos de Moscú y, en la actualidad, el globalismo que busca quebrar todas nuestras costumbres, tradiciones, deshumanizándonos al punto de volvernos, sin más, entes carentes de todo pudor y cordura. La Hispanidad, encarnada en el tradicionalismo hispánico del carlismo, tendría que ser la coraza contra los virus extranjerizantes, sacándole algo de humor a la frase de Ramiro Ledesma —pues no habría nada más extranjerizante, en realidad, que el modernismo: de donde viene el propio falangismo—, que hasta la fecha representan las ideologías, los nuevos cultos cívicos de los enemigos de la verdadera España. Antes hubo dos grandes señuelos, siguiendo un poco la idea de Ramiro de Maeztu: la revolución rusa para las clases trabajadoras y para los políticos, y clases directoras, los empréstitos norteamericanos (De Maeztu, Defensa de la Hispanidad) mientras que hoy, estos señuelos antihispánicos, y enemigos de la fe, dejan de contarse con la mano porque hoy el mundo, del cual no se excluye el laboratorio hispanoamericano, se ha sumido en el absoluto nihilismo.
Alejandro Perdomo, Círculo Tradicionalista Diego de Losada de Venezuela