La legitimidad como inmunización frente al clericalismo (y III)

Morentín, Navarra. Localidad en la que S.M.C. Carlos VII dictó su Manifiesto en 1874

La mala pastoral político-diplomática de los Papas preconciliares en virtud de la cual se exigía a los laicos y clérigos la aceptación de la usurpación y del «derecho» nuevo en su vida diaria, no tardaría en provocar una progresiva metamorfosis en la mentalidad de éstos en favor de las nuevas ideas revolucionarias, conforme al conocido adagio: «O vives como piensas, o terminarás pensando como vives». De aquí proviene el triunfo de la mala doxa en el seno del Vaticano II, siendo este Concilio más bien un síntoma de sucesivas malas praxis anteriores originadoras de una forma mentis revolucionaria en los católicos.

Una vez más, la «vacuna» de la Legitimidad, que había servido para inmunizar a los católicos carlistas frente a los errores pastorales de unos Papas que se extralimitaban abusivamente de sus funciones, también les dejaría en una situación propicia para poder hacer frente a la nueva ola de confusiones, esta vez dogmáticas y disciplinares, fomentadas por los Papas posconciliares (dignos sucesores de Honorio I). Así, Rafael Gambra decía al Rey Javier I en una carta (12/06/70): «En el fondo [de las actuales mutaciones de la Iglesia] veo un movimiento de apostasía general como jamás se vio en la Iglesia, un triunfo (aparente al menos) del modernismo teológico, con sus implicaciones protestantes y marxistizantes».

También Elías de Tejada –quien se vio obligado a expulsar de un Congreso sobre Sto. Tomás celebrado en 1974 ni más ni menos que al Cardenal Siri por pretender éste querer servirse de él como tribuna para la divulgación de tesis políticas democristianas– afirmaba en un artículo de 1977: «La Iglesia, tras el no menos lamentable Concilio Vaticano II, ha abrazado las teorías antropocéntricas de la Revolución anticristiana y ha hecho suyo el derecho natural inspirador de Rousseau». Y añade que ése es el «derecho natural tal y como lo concibe la traidora y estúpida Iglesia de Juan XXIII y de Pablo VI». Ciertamente son palabras muy duras, pero justas en su diagnóstico. Lo cual no quiere decir que los legitimistas se arroguen ningún juicio acerca de la titularidad papal de los Pontífices posconciliares, sino que se limitan a mantener una prudente y necesaria desobediencia en aras de la Fe.

Carmela G. de Gambra lo precisó muy bien en un artículo contra unos descarados ultramontanos que abogaban por destituir al Rey legítimo (QP, 31/07/71): «Su actitud […] es semejante a la de los católicos que pretenden deponer a Pablo VI, acusándole de herejía. Teóricamente parece claro que el Papa o el Rey que abjuran del dogma católico o de los principios básicos de la Monarquía deben ser depuestos, o, mejor dicho, lo están automáticamente, ya que su actitud equivale a una abdicación.

Pero cuando se llega al terreno de la práctica […] es preciso definir quién tiene autoridad para llevar a cabo la deposición o declararla como hecho consumado. No sé si tal definición existe en el Derecho Canónico [N. B. No existe]. En la [legalidad monárquica española], no, desde luego». «Cuando el Rey o el Papa mandan algo evidentemente contrario a la Ley de Dios no es obligatorio obedecerles, sino dejar de hacerlo; pero no por ello es lícito negarles su autoridad ni la obediencia en aquellas ocasiones en que sus mandatos sean compatibles con la conciencia». Ésta es la actitud que ha seguido la HSSPX, conforme al llamado «estado de necesidad», en cuya virtud se establece un modus vivendi sin duda peculiar en sus relaciones con Roma.

Por desgracia, no han dejado, en los últimos tiempos, de contaminarse con el virus ultramontano grupúsculos escindidos de la Comunión legitimista, cuyo origen se remonta al sivattismo y que llega hasta nuestros días. Su principal «argumento» para su actitud de «obediencia ciega» al Papa, es la conocida frase de Carlos VII en su Manifiesto de Morentín en 1874: «No daré un paso más adelante ni más atrás que la Iglesia de Jesucristo».

Manuel de Santa Cruz también se ha hartado de refutar cientos de veces este vulgar sofisma, pues el Rey sólo se refería a la cuestión particular del expolio patrimonial eclesiástico, cuestión puramente interna aceptada por Roma en sus desnortadas negociaciones con el poder revolucionario. Si de verdad quisieran estos pseudocarlistas conocer el verdadero pensamiento de Carlos VII (y de todos los Reyes legítimos) acerca de las relaciones entre el Rey y el Papa, les bastaría con leer lo que aquel Monarca le contestó a la Isabelona cuando ésta, en su entrevista en 1868 en París, le propuso delegar en el Papa la dilucidación de la cuestión jurídica de la titularidad regia española: «A esto la contesté que yo no creía tener derechos a la Corona, sino que sabía tenerlos; que con el sólo hecho de admitir un árbitro, aunque fuese el Santo Padre, ponía en duda la cuestión, lo que no podía hacer, y que, además, en materias políticas tenía el parecer del Papa como el de un Soberano cualquiera, con mucha experiencia, pero nada más».

Félix M.ª Martín Antoniano.