El arzobispo de Lima, Carlos Castillo, prohibió una vez más las esperadas procesiones del Señor de los Milagros. Pero para asombro de muchos en el Perú, el 17 de octubre salía de la catedral de Saint Patrick, en el corazón de Nueva York, la imagen del Cristo Moreno, cargado por la Hermandad y acompañado por las cantoras y sahumadoras y por centenas de fieles. No faltaron los transeúntes que se sumaron, impresionados por esta muestra de una fe viva y pública entre los peruanos.
Desde el primer día de octubre hasta el 31, Perú se viste de morado. Y esta tradición centenaria se remonta a un hecho sencillo y anónimo que, por intervención divina, fue cobrando importancia hasta convertirse en la mayor devoción de los peruanos y traspasar los límites de nuestro territorio.
Todo empezó en el barrio de Pachacamilla, Lima, hacia el año de 1650. Unos negros de la casta angola instalaron una cofradía, como era costumbre entre los bautizados de casi todas las castas, y fue mandado pintar en la fachada de adobe del galpón que utilizaban para sus reuniones una imagen del Crucificado.
El padre Rubén Vargas Ugarte S.J., ilustre historiador peruano, ya en el capítulo 1 de su libro, dice: «Tal fue en su origen el Cristo de los Milagros. Venerado tan solo por los concurrentes a las reuniones de la hermandad o por los escasos transeúntes que recorrían el barrio, permaneció allí casi a la intemperie, expuesto a los soles y a las garúas invernales, en espera de la hora marcada por la Providencia para revelarse a los habitantes todos de la ciudad y atraer hacia sí a las multitudes ávidas de contemplar a quien era su Patrono y a postrarse a los pies sangrantes del que con razón comenzó a llamarse el Santo Cristo de las Maravillas». (Rubén Vargas Ugarte S.J., Historia del Santo Cristo de los Milagros, Lima: 2018, p. 8).
Y esta hora marcada por la Providencia fue a las dos y media de la tarde del 13 de noviembre de 1655, cuando Lima y Callao sufrieron un fuerte terremoto, que derrumbó por completo muchos edificios de la ciudad y del puerto. Sin embargo, el débil muro de adobe que albergaba la pintura de Cristo Crucificado permaneció intacto, mientras todo a su costado se desplomó por completo.
Diez años después de un estado de abandono casi absoluto, tras la curación milagrosa de un cáncer que agobiaba al vecino Andrés de León, que recurrió al Crucificado del muro por su salud, éste divulgó la noticia y empezó a promover oraciones frente a la Imagen.
El 5 de septiembre de 1671, el Provisor y Vicario General D. Esteban de Ibarra firmó un auto decretando la desaparición de la Imagen, para evitar cultos indebidos en el lugar.
«Entre el 6 y el 12 de setiembre […] se encaminaron a Pachacamilla el Promotor Fiscal del Arzobispado, un notario, un pintor y el Capitán de la guardia del Virrey, D. Pedro Balcázar, con dos escuadras de soldados. […] Llegados al pie del muro, ordenó el Promotor Fiscal al pintor aplicase la escalera y procediese a borrar la imagen. Subió el artífice no sin algún recelo, […] y, al ir a extender el brazo para ejecutar la orden, le sobrevino un desmayo tal que hubo que sostenerlo prontamente para que no cayese en tierra. […] Volvió a subir por la escalera; mas al llegar a ponerse en contacto con la imagen, algo debió ver en ella que lo dejó como paralizado y, por propia decisión, bajó los tramos de la escala y manifestó que no se sentía con ánimo y fuerzas para llevar a cabo la operación.
[…] El oficial que sustituyó al primero no tuvo más éxito que éste. También le asaltó al acercarse a la imagen un temblor inusitado y receloso desistió de la empresa que parecía exigir un ánimo más templado. […] Hallóse uno que se dispuso a borrar la imagen, pero al ascender por la escalera, se le oyó exclamar que el Cristo se transfiguraba ante sus ojos y que se avivaban los colores de la pintura, como en señal que no debía desaparecer. Bajóse todo confuso y manifestó que él no se atrevía a borrar la efigie.
Mientras eso, el cielo volvió a nublarse y una lluvia no esperada y mucho más densa que la ordinaria comenzó a caer sobre aquel sitio y los alrededores. […] El Promotor Fiscal hubo de rendirse entonces y algo contrariado y cabizbajo se retiró con el notario y los soldados, decidido a dar parte al Señor Virrey. Cuando éste se enteró de lo ocurrido resolvió, por lo pronto, que se suspendiese la orden de borrar la imagen y manifestó deseos de ir a verla en persona». (p. 23-26)
El 20 de octubre de 1687, otro seísmo asoló a la ciudad de Lima, destruyendo iglesias, conventos, edificios públicos y residenciales. El temblor de tierra se cobró más de 1.100 vidas entre Lima y Callao. Pero la sencilla capilla que ya entonces albergaba al Santo Cristo de los Milagros permaneció intacta.
Sebastián de Antuñano, gran protagonista en el cuidado de la sagrada imagen, mandó hacer una copia de ésta y con ella comenzó una peregrinación penitencial, uniéndose a él muchos devotos que, con cánticos de penitencia, plegarias y el rezo del Señor Mío Jesucristo, pedían a la Majestad Divina el perdón de sus pecados y el fin de los temblores que tanto daño hacían a la ciudad.
Esta primera procesión dio inicio a las solemnes y multitudinarias procesiones que rodean a la imagen del Señor de los Milagros y cuya devoción se mantiene desde hace más de tres siglos.
Teresa Isabel del Valle, Margaritas Hispánicas