Posiblemente sean las Cortes el órgano del régimen de Cristiandad hispánico más distorsionado por los liberales, a excepción de la propia institución monárquica. Los revolucionarios gaditanos exorbitaron ese organismo hasta transformarlo en sede de su novedosa soberanía popular (sustitutiva de la monárquica), confiriéndole la mayor de las regalías integrantes de la potestad regia: la facultad legislativa. Esta potestad es inherente y exclusiva del Rey, y constituye la antítesis de la mentalidad republicana, que se la atribuye únicamente a una Asamblea. Los revolucionarios «españoles», tratando de hacer pasar las nuevas ideas republicanas a través del engaño, aseguraban (e incluso hoy día lo siguen haciendo) que lo único que se estaba realizando era una simple restauración de las Cortes, que habían quedado un tanto desfiguradas y decaídas durante la época de los Austrias y Borbones. Como la experiencia de las «Cortes» de Cádiz dejaba muy en claro la naturaleza asambleísta-republicana de las mismas, surgió otra rama revolucionaria aún más peligrosa: la de los moderados o jovellanistas, que se presentaban como la auténtica posición «tradicional» y verdadera, alejados tanto de los «absolutistas» (que ponían la potestad legislativa sólo en el Rey), como de los radicales (que la ponían sólo en las «Cortes»). Los moderados, en cambio, acuñaron aquella especiosa fórmula de que «la potestad legislativa reside en el Rey con las Cortes», como medio más seguro para hacer avanzar la agenda liberal.
No dejó de sentirse la infección de esta última corriente sobre algunos publicistas pertenecientes a las filas del realismo. Así, en el Manifiesto de los Persas (redactado por Bernardo Mozo de Rosales), si bien se afirma que: «Los monarcas gozaban de todas las prerrogativas de la soberanía, y reunían el poder ejecutivo y la autoridad legislativa», después se habla de la limitación del poder real por las Cortes de una forma no del todo clara que podría dar lugar a malentendidos de un supuesto ejercicio compartido de la actividad legislativa. También se puede observar la misma peligrosa ambigüedad en la célebre Carta a los españoles (1864) de la Princesa de Beira, tras reconocer la naturaleza esencialmente consultiva de las Cortes.
Precisamente lo que nos motiva a dar esta calificación de ambiguos o imprecisos –no de erróneos o falsos– a ambos documentos, son las pruebas tomadas del Derecho positivo castellano que en ellos se aducen para justificar este equívoco carácter «participativo» de las Cortes en la función legislativa. Beira cita la Petición 37 otorgada por Juan I en las Cortes de Burgos de 1379. Esta Ley está vinculada con la famosa Ley 25 dada por el mismo Juan I en las Cortes de Briviesca de 1387, y la Petición 11 otorgada por Juan II en las Cortes de Valladolid de 1442 (la cual no es sino una mera confirmación de la Ley de Briviesca). Las tres se compilaron en el Libro 4, Título 14, de la Nueva Recopilación bajo el nombre de: «De las Provisiones y Cédulas que se dan contra Derecho y en perjuicio de partes» (también se recogieron en el Título 4, Libro 3, de la Novísima). Pero ellas no tratan acerca de la supuesta necesidad de un acuerdo de las Cortes para la aprobación de una Ley por el Rey, sino que establecen la limitación de que el Rey no otorgue –mediante Cartas– privilegios o excepciones jurídicas contra el Derecho general expresado en las Leyes de Cortes y Fueros; en cuyo caso, dichas Cartas no tendrán validez de iure conforme a la conocida fórmula «se obedece, pero no se cumple». Respecto al Marqués de Mataflorida, los ejemplos que aduce en el Manifiesto Persa son Peticiones que no cuestionan en absoluto la potestad legislativa exclusiva del Rey.
Las Cortes no son una institución de la sociedad que comparta el poder legislativo del Monarca, sino que son un órgano socio-político de la propia Monarquía, del cual se sirve, como medida prudencial, para aconsejarse y para un mejor ejercicio de su exclusiva e intransferible facultad legislativa. Magín Ferrer lo expresó muy bien en su obra Las Leyes Fundamentales de la Monarquía (Tomo 1), concluyendo que: «Las atribuciones de las Cortes no tenían nada de revolucionario, nada de democrático, nada de destructor de los principios fundamentales de la Monarquía absoluta, nada que no estuviese perfectamente subordinado al poder real. Eran las Cortes un Cuerpo político que no tenía más autoridad que la que el Monarca le daba; y ésta consistía en consultar [es decir, aconsejar] y suplicar, y siempre en los términos con que un inferior consulta y suplica a un superior».
Félix M.ª Martín Antoniano