De su célebre biografía de la Virgen Madre de Dios titulada Mística Ciudad de Dios, nos gustaría destacar un episodio que recoge la Venerable M.ª de Jesús de Ágreda en el Capítulo 4, del Libro VIII. El 6 de Enero del año 40, cuatro días después de su aparición al Apóstol Santiago en Zaragoza, la Santa Virgen, previendo el período de persecución cristiana que pronto iba a desatar «Herodes, hijo de Arquelao» en Judea (incluida la decapitación del propio Santiago y la prisión de San Pedro), se vio obligada a viajar junto con San Juan a la ciudad de Éfeso, capital de la Provincia Proconsular de Asia (y que, más tarde, se convertirá en la sede de San Juan para su labor apostólica en las Iglesias de dicha Provincia situada en la parte occidental de la Península de Anatolia). Una vez muerto Herodes y pasado el peligro, regresaron a Jerusalén el 6 de Julio del año 42, dos meses antes de la celebración del Concilio que determinó la no necesidad de aplicar a los bautizados los ritos de la Ley mosaica en orden a su salvación.
Cuenta la insigne monja concepcionista que Lucifer y sus legiones, teniendo cierta idea de las futuras instituciones religiosas ordenadas a las virtudes de la castidad, pobreza y obediencia, quisieron anticiparse con una imitación espuria y promover, «para irrisión de la castidad especialmente […], un género de vírgenes aparentes y mentirosas o hipócritas y fingidas» consagradas a los propios demonios, determinando fundar una «falsa religión […] con abundancia de todo lo temporal y delicioso a la naturaleza, como fuese ocultamente, porque en secreto consentirían que se viviese licenciosamente debajo del nombre de la castidad dedicada a los dioses falsos». A este fin, relata Ágreda que los demonios se sirvieron de «unas mujeres llamadas amazonas», oriundas de la Escitia y que habían emigrado a la susodicha región del Asia. Expone que «por fuerza de armas se habían apoderado de grandes provincias; especialmente hicieron su corte en Éfeso y mucho tiempo se gobernaron por sí mismas, dedignándose de sujetarse a los varones y vivir en su compañía, que ellas con presuntuosa soberbia llamaban esclavitud o servidumbre». Puesto que «estas amazonas eran soberbias, ambiciosas de honra vana y aborrecían a los hombres», constituían tierra abonada para el proyecto diabólico; y llegando a concebir que así serían «muy celebradas y veneradas del mundo, […] se juntaron muchas amazonas, doncellas verdaderas y mentirosas, y dieron principio a la falsa religión de vírgenes, viviendo en congregación en la ciudad de Éfeso, donde tuvo su origen». De entre todas ellas llegó a sobresalir una que gozó de gran fama, hasta el punto de que la gentilidad la estimó y elevó al rango de «diosa» (un ejemplo más de la correcta explicación evemerista del origen de los antiguos «dioses» como deificación arbitraria de simples seres humanos). De ahí proviene el inicio de la construcción del Templo dedicado a esa mujer, y por cuya magnificencia será considerado como una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo. Después que las amazonas fueron vencidas por los reinos vecinos, éstos «conservaron este templo como cosa divina y sagrada», extendiéndose esta misma dedicación y culto asiático en multitud de otros santuarios en todo el orbe pagano, tanto griego (bajo el nombre de Artemisa) como romano (con la denominación de Diana). Cuando la Santa Virgen llegó a Éfeso, se encontró con una segunda versión reconstruida del Templo, ya que la original había sido incendiada a mediados del siglo IV a. C. por un tal Eróstrato (que registra el historiador Teopompo) como medio de conseguir fama y renombre para la posteridad. La Virgen María, por su parte, en la morada en que se hospedaba estableció una comunidad femenina que había de servir de base y prototipo para todo posterior genuino colegio de vírgenes consagradas a Dios, «dando principio a la común guarda de la castidad en el mismo lugar de Éfeso donde el demonio la había profanado». Y añade Ágreda que «mandó luego a uno de sus santos ángeles fuese al Templo de Diana y que lo arruinase todo sin dejar en él piedra sobre piedra».
Así se verificó, salvándose de la catástrofe sólo nueve mujeres, que acabarían integrándose en la antedicha agrupación cristiana erigida por la Santa Virgen. Aclara Ágreda que todo este episodio no contradice la referencia al Templo anotada en los Hechos de San Lucas en aquel famoso pasaje en que San Pablo y sus compañeros se encontraron con la oposición del gremio de plateros (que veían que su negocio de venta de figuritas de plata del monumento se hundía por la predicación apostólica contra la idolatría pagana), pues a la sazón ya habían pasado varios años y se había realizado una reedificación menos suntuosa del mismo. Finaliza Ágreda diciendo que «ordenó el Señor que el suceso de la ruina se tuviese por casual y se olvidase luego y los autores profanos no le escribiesen». Se podría decir que la destrucción del Templo de Diana es una buena imagen simbólica del paso de la antigua esclavitud demoníaca pagana a la nueva libertad de la gracia ganada por Cristo para la salvación de los hombres.
Félix M.ª Martín Antoniano